“Prohibieron reírse del chiste en su triste gobernar”, dice Rubén Blades en Prohibido olvidar. En ese canto a la libertad, el chiste está en el mismo nivel que las garantías, el derecho a la queja, a preguntar, a esperar respuestas, a la libre prensa, a opinar, a la huelga, a desarrollar la inteligencia, a criticar al Estado, a comentar sin visto bueno oficial, a la conciencia y, en general, a pensar. Magistralmente, el cantautor panameño expone toda la cadena de prohibiciones de la que siempre se han valido los gobiernos dictatoriales y autoritarios para imponer su voluntad. El humor no escapó a ese afán represivo, aunque la mayor parte de las veces se les regresó como bumerán, porque a una broma solamente se la combate con otra broma y, como bien se sabe, esos señores no están para bromas.

Nuestro país tiene una larga historia de humor político. Antes de que fuéramos Estado independiente ya se usó la caricatura para ridiculizar y bajarles a tierra a los poderosos. En un estudio al respecto, Hernán Ibarra refiere que el enojo le llevó a doña Manuela a quemar unas caricaturas en las que su amado, don Simón, no salía muy bien parado. Periódicos como El Perico, El Gavilán, El Látigo o La Argolla, que circularon en la década del 90, o revistas como Caricatura, Cocoricó, La Escoba, No Sea Hueso o El Alacrán, ya en el siglo XX, sacaron ronchas a muchos presidentes y dictadores. Varios de ellos, civiles o militares, no dudaron en clausurarlos o en perseguir a sus editores.

La revolución ciudadana, que se toma muy en serio –como se desprende de las afinadísimas canciones que aluden al sacrificio por la patria–, ya tiene de qué preocuparse en este aspecto. Un libro de reciente aparición retoma esa tradición histórica para mirar el lado ridículo de la solemnidad propia de las personas que se sienten llamadas por el destino para guiar a su pueblo. El largo título ya dice mucho de lo que contienen sus páginas: Quien tiene boca se equivoca, pero el que tiene seso no dice eso. Hagiografía del Dr. Ralph Belt, PIS y la Revolución Citadina. Su autor es Francisco Sánchez, quien comienza aclarando que el Dr. Belt y el líder no son la misma persona, aunque el libro está construido exclusivamente sobre la base de sus intervenciones sabatinas. Irónicamente, explica que “usar frases de verdad para ficción literaria es una cosa que los literatos llamamos intertextualidad” y que ha acudido al “viejo artilugio narrativo de la creación de un personaje de ficción”.

El producto final se encuentra en 125 páginas que hurgan en el pensamiento iluminado del Dr. Belt. Su responsabilidad con la historia y con su pueblo le lleva a tratar los temas más dispares, desde la economía hasta los certámenes de belleza, sin olvidar las mentiras de los ecologistas infantiles y las traiciones de los infiltrados. Qué más se puede esperar del rector de la patria que de ninguna manera puede ser acusado de un triste gobernar.