BARCELONA, España

No solo las novelas de Alfredo Bryce Echenique, como Un mundo para Julius (1970) o La vida exagerada de Martín Romaña (1981), escritas hace más de treinta años –las fechas son imprescindibles para mi reflexión– en las que coinciden, unánimes, quienes lo defienden frente al conflicto de sus plagios periodísticos, sino libros de memorias como Permiso para vivir, o sus cuentos, son una muestra de lo que se puede alcanzar en el registro del humor de la lengua española. Forman parte de una tradición en la que destacan Cabrera Infante o Monterroso, Iwasaki o Gumucio, o cronistas como Francisco Febres Cordero. Uno justamente quisiera tomarse con humor el traspié de los plagios del autor, sancionados por las autoridades peruanas, pero no es posible por más que queramos tanto a Bryce (para sus lectores el apócope de sus apellidos es una incorrección afectuosa).

Los jurados del premio de la Feria de Guadalajara 2012, concedido al escritor peruano, y que desató la polémica, argumentan haberse centrado en su obra narrativa, apartando, en un sentido formal, la obra periodística. Es cierto que muchos de quienes rechazan al premiado lo han hecho de manera furibunda, y quienes lo defienden pasan por alto los plagios. Con el paso de los años, probablemente el traspié de Bryce quede rezagado frente a la impronta de sus grandes obras literarias. Pero ahora no es lo que importa. Quizá habría que sacar en limpio una reflexión sobre si es adecuado circunscribir ámbitos cuando por medio está el uso del lenguaje. Personalmente creo que no se deben dividir las aguas en el campo de acción de la escritura. La responsabilidad del escritor abarca sus distintas facetas, y aflora siempre en sus escritos, donde hablan hasta los espacios en blanco. Conviene, por tanto, escucharlo todo y bien. Con un criterio excluyente, mucho quedaría al margen de la obra literaria. Esto no sería correcto en Bryce, que incluye sus crónicas y artículos en el corpus editorial que acoge sus cuentos y novelas. Es decir, el mismo autor las somete a la valoración de sus lectores. Hay por lo tanto un código deontológico que soporta la totalidad de lo escrito. Así entendemos –disculpen el elenco– a autores como Pasolini, Hemingway, Orwell, Natalia Ginzburg, Octavio Paz, Pizarnik, Cristina Campo, Borges, García Márquez, Roth, Javier Marías, Vila-Matas y tantos escritores que han hecho columnas, artículos de opinión, ensayos, crónicas, reseñas y entrevistas que se leen con el mismo fervor de sus libros, porque son parte de su obra. Diré más: de su voz.

Más allá de defensa o detracción, planteo interrogantes que no tienen una respuesta a priori. En la época en la que Bryce realiza los plagios, ¿cómo es su obra literaria? ¿Está afectada en su calidad? ¿Hablamos del mismo escritor de antes? Es allí donde sus lectores pueden evaluar la correlación de fondo y la implicación de los plagios en la dimensión literaria, y no solo remitirse a los libros escritos hace treinta años. Siempre hay vasos comunicantes entre los registros de un escritor: la sintaxis canta para quien sabe escucharla. En ese diálogo se entiende el alcance ético de su trabajo, cifrado en la escritura sin etiquetas de género.