Que sepamos jamás Perón, Getulio Vargas o Velasco Ibarra fueron derrotados en las urnas. Es verdad que no siempre llegaron por la vía de los votos al poder, pero de la presidencia solo salieron por cuartelazos que tenían poco de populares. El fenómeno populista es complejo, buena parte de todo el trabajo que se ha hecho en ciencia política en América Latina se ha dedicado a la investigación de esta corriente, sin que haya muchos acuerdos sobre su naturaleza y sus causas. Bajo este paraguas conceptual se han agrupado fenómenos tan distintos como el cardenismo en México, el bucaramismo en Ecuador, el fujimorismo en Perú y el kirchnerismo en Argentina.

Pero se pueden señalar algunas constantes. Una, todo populismo es un caudillismo y hay una continuidad expresa de los caudillismos del siglo XIX a los populismos de los siglos XX y XXI. Es perfectamente posible ser simultáneamente “caudillo de la oligarquía” y líder populista. Hay completa sindéresis en la reivindicación que Cristina de Kirchner hace de Juan Manuel de Rosas. No se ha dado un movimiento o partido orgánico de carácter populista en el que la estructura pueda funcionar sin un líder fuerte. El caudillo es alguien capaz de despertar emociones fuertes en las multitudes, de suscitar un phatos. Su ideología es lo de menos, bandean del fascismo al comunismo.

Otro rasgo común: todo populismo se identifica como la solución más o menos inmediata de los problemas de las mayorías más pobres. Independientemente de su filiación ideológica, nunca proponen una solución de largo plazo a los problemas de la gente, siempre sus medidas coinciden en el favor de hoy, la casa barata, la obra puntual, empleo para m’hijo... favores que se dan a cambio de adhesión y de militancia, nunca a cambio de trabajo. Por eso el sistema funciona bien en tiempos de bonanza, cuando hay fondos para regalar provenientes del petróleo, la carne o la soya. Si las vacas enflaquecen suelen recurrir a la solidaridad obligatoria, a hacer “que los ricos paguen”, pero esta es una posibilidad limitada y peligrosa, porque otra condición del populismo es la complacencia o la complicidad de las clases dominantes, las que se deja enriquecer a cambio de silencio y de colaboración en “negocios”. En el entramado emocional que sustentan estas corrientes hay una adhesión filial a la figura paternal del jefe, masas infantiles en busca de un padre alternativamente bravo y regalón, que reúne en sí toda la fuerza y toda la bondad del proyecto.

Un populismo consolidado desde el poder, con un líder vigente, provisto de fondos suficientes, no es posible de derrotar en la América Latina de esta década. No se hagan ilusiones. Están demasiado arraigadas en nuestra idiosincrasia cultural la adicción al caudillismo, la concepción del gobierno como dispensador de dádivas y las “sensaciones” como factor de movilización. ¿Pesimista, columnista? No, hechos nada más, como lo acabamos de ver en las recientes elecciones del 17 de febrero de 2013.