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No es necesario “desaparecer” a la persona, cuando puedes destruir su reputación. La mayoría de gobiernos lo sabe en la actualidad. La propaganda difamatoria, cuando hay recursos públicos suficientes, es más efectiva que la represión pura y dura de antaño. Eso es lo que sucede hoy en Ecuador. Se trata de una práctica que los gringos llaman “asesinato de reputación”.

El “asesinato de reputación” (character assassination), como señala el historiador Juan Antonio Blanco, “es la destrucción deliberada, por parte del Estado, de la reputación de una persona o colectivo mediante el uso de técnicas de propaganda y acciones encubiertas de desinformación”. Quienes promueven esta práctica usan verdades a medias y descontextualizan frases, datos históricos e imágenes, para hacer creíbles acusaciones inciertas o sencillamente falsas. El objetivo es que la víctima sea rechazada por la comunidad y la opinión pública.

Es una forma de “terrorismo estatal”, apunta el cubano Carlos Alberto Montaner (quien ha sufrido la difamación patrocinada por el aparato de propaganda castrista). En su ensayo incluido en el libro El otro paredón, Montaner añade que “los prejuicios sociales sembrados contra la víctima terminan por arraigarse gradualmente en la memoria colectiva y las personas –en especial las nuevas generaciones– los aceptan como la historia verdadera o la biografía real”. No hace falta mayor análisis para percatarnos de que eso está sucediendo en este país: en los medios del Gobierno, en las sabatinas, en los contenidos de los planes educativos, en los lemas publicitarios del Estado, etcétera.

Si tienes la mala suerte de aparecer en una foto, de haber compartido una reunión, o de haber tenido alguna relación de amistad o profesional con la persona incorrecta, ellos lo utilizarán para endosarte todos los pecados, reales o imaginarios, de esa persona. Música de fondo, voz en off, falacia tras falacias, medias verdades y listo: el dedo está puesto sobre ti, eres culpable de los errores de otros, de los delitos de otros, eres el enemigo del pueblo, te anulan, tu reputación muere. La imagen lo es todo, la verdad es apenas un inconveniente salvable. Las legiones de trolls se encargarán de que en las redes sociales la lapidación siga.

No quiero decir que esto no haya sucedido en el pasado o en otros ámbitos fuera del estatal. Pero nunca antes se ha hecho de forma tan sistemática, cruda y masiva como hoy. Las sabatinas son un circo romano posmoderno, donde ya no hay leones que se coman cristianos, pero sí chacales y bufones contratados que gastan enormes recursos públicos en martillar a cualquier adversario o crítico del presidente, mientras este se lava las manos y terceriza la intifada. Una violación clara del artículo 11 de la Convención Americana de DDHH: Nadie puede ser objeto de… ataques ilegales a su honra o reputación.

A nivel psicológico, el afán guillotinesco es claro, solo que en vez de una cabeza cortada se exhibe la honra menospreciada de periodistas, contrincantes electorales, críticos, antiguos compañeros disidentes, activistas de ONG, etcétera. Se tergiversa el pasado para controlar el presente, y así se deja sin futuro a sus víctimas. Es una fórmula mucho más refinada que los linchamientos tradicionales, pero el principio activo es el mismo: ¡muerte al hereje!