El primer libro de Antonio Cisneros consiguió en 1961 una sola reseña en un diario limeño de modesta circulación. Hoy, miles y miles de lectores en el mundo lamentan el inesperado y reciente fallecimiento del poeta peruano. Quienes lo conocieron sintieron que irradiaba una vitalidad de exultante felicidad interminable. Desde 1978, cuando llegó a Guayaquil para participar en los congresos de escritores que organizaba la Municipalidad, su relación con los autores ecuatorianos fue intensa en Quito, Ambato, Cuenca... Hasta al archipiélago se fue y trajo de allá suficientes asombros como para publicar Un crucero a las islas Galápagos en 2005.

Antonio abordó la poesía con pasión y lucidez. Parecía –al escucharlo– que la conquista de la dicha podía resolverse con unos versos bien entonados. Disfrutó de la amistad hasta la exageración, ayudado por su prodigiosa memoria que le informaba con exactitud pasmosa cuándo, cómo y dónde había conocido al amigo con quien de nuevo se topaba. Su don de gentes lo hacían grande como su lírica, que acuñó merecidísima fama desde que Canto ceremonial contra un oso hormiguero obtuvo en 1968 el Premio Casa de las Américas, el galardón poético del idioma castellano más cotizado por entonces.

Sus poemas son una original y lograda mezcla de jerga y habla solemne, con un tono único e inigualable. Poseedor de una gran cultura, y al mismo tiempo conocedor de los secretos de lo popular, viajó por Londres y padeció harto frío en los inviernos; tradujo las canciones de Los Beatles dudando de si eran poesía. Enseñó en Niza y aprendió francés. En Budapest experimentó –son sus palabras– un reencuentro fulminante con el Señor, y desde entonces su poesía incorporó con sapiencia la revelación sagrada del cristianismo. Le llegó el temor y con esa circunstancia llegó a California.

“Cosa de locos persistir en un oficio que no brinda fortuna ni placer. Y, sin embargo, es tan inevitable como la sombra que nos acompaña en las tardes transparentes de verano”, escribió. Y contó que imaginaba así su epitafio: “Poeta y ciclista”; pero también: “Abuelo cariñoso”, pues se entregó con morosidad a construir sus familias. Sus hijos Diego, Soledad y Alejandra y sus nietos aparecen en sus versos, y es inmenso el amor que su potente sensibilidad creadora les lega. Organizador de reuniones de escritores ecuatorianos y peruanos, creyó en la paz y sonrió ante la política de las fronteras. Obsequió a sus amigos largas horas de conversación condimentadas con cerveza o pisco sour y exquisito humor.

Hace un mes confesó: “El único valor que persigues en el fondo como padre, dentro de un grupo, en una pareja, con tus hijos, con tus nietos, es el amor, el valor supremo. La gente nace, vive y muere siempre en torno al amor. Amar y ser amado es prácticamente la única finalidad humana en el planeta”. Le habían preguntado qué le importaba más en este momento. Quiso bien a los suyos y a quienes lo leían. Un cáncer pulmonar le ganó la pelea a los 69 años. Con la partida de Antonio es la vida misma la que está de duelo: “La muerte es un instante difícil de explicar”. Virgen, porque él te lo pidió, transfórmalo en tu hijo favorito.