Las redes sociales han sido un hervidero de chismes y conjeturas desde que el superintendente decidió mirar de reojo el caso Delgado-Cofiec. Es que a cualquiera le llama la atención que una de las autoridades de control despierte después de un sueño de casi seis años. Seguramente alguien le pasó, aunque algo tarde, un ejemplar de la prensa corrupta, porque es obvio que la lectura de los émulos del Granma no le había servido para enterarse de lo que ya era vox pópuli dos o tres semanas atrás. Pero, finalmente, lo que importa es que entró al asunto y ahora habrá que ver hasta dónde está dispuesto a llegar o, más precisamente, hasta dónde se lo permitirán.

Pero, a los “tuiteros” les interesó saber no solo lo que podrá hacer –que muchos de ellos dan por hecho que no será gran cosa–, sino que se preguntaron por las razones que tuvo este funcionario para reconocer una serie de irregularidades e incluso para destituir al gerente de una aseguradora incautada. La sospecha fue la respuesta generalizada. Eso es lo que corresponde a un país en que se ha impuesto la opacidad en el manejo de lo público y se ha generalizado el espíritu de cuerpo (anteriormente llamado complicidad). Por ello, decenas de mensajes proponían las hipótesis más aventuradas para explicar los motivos que lo llevaron a desentonar en el coro de las autoridades de control.

Una de esas hipótesis sostenía que el superintendente estaría con un pie fuera del cargo y que, por consiguiente, le convenía despedirse con un hecho que lavara la cara y cubriera cualquier omisión previa. Otra suponía que él había sido rebasado por la magnitud de las irregularidades que se han producido en el banco intervenido y en las empresas que forman parte del fideicomiso. La cantidad de hechos y la magnitud de los montos, que ya se muestra como una danza de millones, habría hecho insostenible la estrategia de la ceguera y del silenciamiento que tan buenos resultados les han dado hasta ahora. No faltó quien sugiriera la combinación de ambas hipótesis, en que la abrumadora cantidad de evidencias obligaría a dejar honrosamente el cargo.

Más allá del destino del superintendente, lo cierto es que este es, hasta el momento, el problema más engorroso que, en el plano ético, ha debido enfrentar la revolución ciudadana. Lo de la narcovalija pudo ser endosado a los integrantes de Ruga la Tortuga, que ya estaban presos en Milán antes de que las autoridades de acá se enteraran, de modo que podían hacerse de la vista gorda de los cómplices y de los autores intelectuales. Ahora eso es imposible. Todo sucedió aquí, aunque hubo un argentino entre medio, y en ámbitos muy cercanos a las altísimas esferas.

Como queriendo escudarse en la historia, alguien recordó esa mentira repetida mil veces que sostiene que el cinco veces presidente no veía lo que hacían en su entorno. Habría que recordarle que por lo menos ese mandatario solo tuvo un hermano que además era manco.