Los últimos acontecimientos ocurridos en Oriente Medio, a propósito de la divulgación mediante redes sociales de un video que ridiculiza al profeta Mahoma, con centenares de muertos de por medio, deben llevarnos a meditar un poco sobre las causas de este fenómeno, que van mucho más allá de lo simplemente religioso o de la intolerancia que se pretende endosar al mundo árabe islámico. Estos hechos son síntomas muy claros de un nuevo escenario mundial, en el que los conflictos ya no pueden explicarse por la vía de la lucha de clases, lo netamente ideológico o la influencia de las potencias mundiales en los países menos desarrollados.

La explicación marxista de los fenómenos sociales, en la cual lo económico se constituye en el hilo conductor de los mismos, nos resulta insuficiente si analizamos con algún detenimiento lo que sucede tanto en nuestro país, como a nivel mundial. Lo mismo pasa con lo ideológico, al punto de que casi resulta imposible diferenciar a las izquierdas de las derechas, tanto en el discurso como en la praxis. Gobiernos socialistas chilenos que no han tenido reparo en suscribir cuanto tratado de libre comercio les han puesto por delante y gobiernos de derecha alemanes, que le han apostado a una política de subsidios estatales, son buena muestra de lo afirmado. La época en que la izquierda era lo revolucionario y la derecha, la defensa del estatus quo ha quedado atrás. Ahora tenemos en América Latina gobiernos autocalificados de progresistas, impugnando e incluso renunciando al Sistema Interamericano de Derechos Humanos y esgrimiendo sin sonrojarse los mismos argumentos de soberanía, que dos décadas antes cobijaban a las dictaduras de derecha.

Queda entonces preguntarse, ¿por dónde vienen los conflictos en este atribulado siglo XXI que nos ha recibido con una década de matanzas y cambios radicales en el mapa político? La denominada “primavera árabe” no es fortuita ni casual. No es producto de la confluencia de constelaciones, sino la muestra de un mundo cambiante, al que los analistas todavía no logramos descifrar. La lucha de clases y la reivindicación del proletariado, que sirvieron de explicación suficiente de los procesos sociales del siglo XIX y gran parte del XX, nos resulta ahora sesga y parcial. Comparte con su antítesis capitalista, el error de considerar que los sectores menos favorecidos son culturalmente homogéneos y que sus reivindicaciones son netamente económicas. El tema ya no va por ahí.

El desarrollo de las comunicaciones y los medios de transporte nos obligan a convivir con culturas diferentes a la nuestra y enfrentar una realidad que como occidentales, siempre hemos pretendido negar. Nuestras sociedades son multiculturales y en el caso de América Latina, lo fueron desde el choque de la civilización europea con la originaria. Si algo ha caracterizado a la cultura occidental es su arrogancia y vanidad, lo cual ha marcado las relaciones de esta, con las demás. Nosotros rezamos al “único Dios verdadero” y en su nombre organizamos ocho cruzadas de diferente magnitud. Perseguimos a lo largo de siete siglos a todo aquello que no compartiera nuestro credo, mediante un mecanismo tan perverso como el de los Tribunales de la Santa Inquisición, cuyos rezagos se mantienen todavía vigentes en nuestro ordenamiento jurídico. Mucha razón tiene el genial procesalista argentino Julio B. Maier, cuando define a los procedimientos penales continentales, no como acusatorios, sino como inquisitivos reformados.

A nuestra concepción de derechos humanos la hemos calificado de universal, cuando gran parte de la población mundial no la comparte. Lo que para nosotros es un video de mal gusto o simplemente una caricatura, como manifestaciones del derecho a la libertad de expresión, para los musulmanes es una afrenta a las bases mismas de sus sociedades y una violación a su derecho a la libertad religiosa. Este ha sido considerado hasta hoy desde su perspectiva individual, cuando su análisis debe pasar por lo colectivo y no comprende solamente la posibilidad de profesar un credo determinado, sino el derecho de todos los miembros del grupo, a que los símbolos del mismo sean respetados.

En lo interno el problema es similar. Por una parte definimos constitucionalmente al Ecuador como intercultural y plurinacional, consagramos la justicia indígena en la misma norma suprema y en la praxis, procesamos penalmente a quienes la aplican, como sucedió con el caso La Cocha en Cotopaxi. Con una evidente doble moral, consideramos a estas prácticas de solución de conflictos como violatorias de derechos humanos, pero paralelamente impulsamos un sistema penal más grave y represivo. Propugnamos una mayor participación política del sector indígena, pero le exigimos requisitos de calificación casi imposibles de cumplir, teniendo en cuenta su realidad de analfabetismo y dispersión. No hemos entendido que la tolerancia y el respeto a las diferencias se constituyen en el pilar fundamental de las sociedades del siglo XXI.