CUBA |

Fue una chapa de techo volando al viento la que cortó en la nariz al presidente uruguayo José Mujica. Un trozo de metal que se desprendió, justo cuando ayudaba a un vecino a reforzar la cubierta del techo de su casa. La anécdota recorrió los medios y las redes sociales como un ejemplo de la sencillez de un mandatario conocido ya por su austero modo de vida. Ahí estaba él, como un campesino más, tratando de que el vendaval no se llevara las tejas de una vivienda cercana a la granja donde vive en Montevideo. Sin dudas, una anécdota cargada de enseñanzas que deberían imitar muchos otros gobernantes del mundo.

La historia de Pepe Mujica me hizo reflexionar sobre el divorcio que existe entre la forma de vida de los dirigentes y el pueblo en Cuba. El contraste es tan marcado, tan abismal, que determina buena parte de los errores que estos cometen a la hora de tomar decisiones. No se trata solamente de que habiten mejores casas, vivan en hermosos barrios residenciales o que conduzcan autos más modernos. No. La gran diferencia estriba en la casi nula práctica que tienen las autoridades en relación con los problemas que afligen nuestro día a día. Desconocen la sensación de esperar por más de una hora en una parada de ómnibus, el desasosiego de un corte eléctrico en mitad de la noche, la molestia de caminar en calles sin alumbrado público o llenas de baches. No tienen la menor idea del olor a sudor rancio que llena el interior de los camiones donde viajan decenas de personas de un pueblito a otro, ni del traqueteo de los carros de caballo que son para muchos la única forma de transportarse. Nunca han pasado una noche en la terminal La Coubre, en la lista de espera para alcanzar un boleto de tren, ni han tenido que dejarle el equivalente del salario mensual a un custodio que revende los tiques para abordar un destartalado vagón.

¿Cuándo un comandante o general de este país ha entrado a una tienda en pesos convertibles a ver si ahora venden el picadillo más barato y ha tenido que irse porque el dinero no le alcanza para ninguna de las mercancías que exhiben los anaqueles? ¿Hace cuánto tiempo que un ministro no abre el refrigerador y comprueba que sobra agua y falta comida? ¿Habrá dormido el presidente del Parlamento alguna vez sobre el colchón remendado sucesivamente por la abuela de la familia? ¿Habrá zurcido su ropa interior para seguir usándola o utilizado el vinagre de cocina para lavarse el pelo a falta de champú? ¿Saben los hijos de estos jerarcas sobre esas húmedas madrugadas en las que hay que pasarse calentando el fogón de querosene para que esté listo para hacer el café en la mañana? ¿Han visto de cerca la cara del funcionario que dice “no” –casi con placer– cuando se le pregunta por el resultado de un trámite? ¿Habrá tenido alguno de ellos que vender cucuruchos de maní para sobrevivir como tantos viejitos jubilados a lo largo de todo el país?

No pueden gobernarnos porque no nos conocen. No son capaces de encontrar soluciones porque jamás han sufrido las dificultades que tenemos. No nos representan porque hace demasiado tiempo se extraviaron en un mundo de privilegios, comodidades y lujos. No tienen la menor idea de qué implica ser un cubano hoy.