La gran mayoría de monumentos existentes en nuestra ciudad fueron concebidos bajo la mentalidad neoclásica, que entiende al monumento como un hito dual; es decir, se trata de un objeto que marca un punto determinado en el espacio (en referencia al sitio) y en el tiempo (en referencia a la historia). Dicho de otra forma, los monumentos son objetos dispuestos en un lugar determinado con la intención de recordar un hecho histórico o la trayectoria de un determinado personaje.

Esta concepción viene de los inicios de nuestra etapa republicana. Adoptamos tal interpretación de aquellos países europeos, que pasaron de reinos a repúblicas, y que tuvieron que adoptar nuevos símbolos, acordes con el nuevo estilo de vida. En la arquitectura, nuevas tipologías fueron adoptando el valor de aquellas que habían visto disminuida su relevancia social. Así es como en el siglo XIX encontramos que las bibliotecas son materializadas como “templos de la sabiduría”; los teatros son construidos como “templos del arte”; y los museos y galerías eran valorados como relicarios de la identidad de la historia.

Los monumentos debieron someterse también a ese proceso de revaloración. Ya había quedado atrás el papel jugado por la escultura de la Edad Media que –junto con la pintura– servía para enseñar religión a una población predominantemente analfabeta. En la escultura occidental, el santo y el mártir le cedieron su puesto al prócer y al héroe, fundamentalmente.

El tiempo ha seguido su curso y la humanidad ha pasado por las traumáticas experiencias que marcaron el siglo XX. La humanidad cambió y todas las artes también cambiaron, como el reflejo que son de nuestra inestable naturaleza. Quizás por ello las artes plásticas ya no están interesadas en “narrar” un evento acorde a una estructura preestablecida. El arte de hoy se libera de normas y convencionalismos para generar una reacción emotiva, que no se sustente sobre un entendimiento racional de los hechos.

Tomemos el ejemplo del memorial hecho en Berlín a las víctimas del Holocausto judío; instalación escultórica hecha por el arquitecto Peter Eisenman. Tal monumento está más interesado en lograr que el visitante reviva en carne propia la desolación sufrida por las víctimas del régimen nazi. Otro ejemplo emblemático de nuestros tiempos es el Cloud Gate del escultor Anish Kapoor, en Chicago. Se trata de un arco curvo y metalizado, con una superficie reflectiva excepcional, que deforma todo lo que en él se refleja. Se trata de un objeto que interactúa con quien lo contempla, sin querer dar ningún tipo de enseñanza.

Y mientras tanto, nosotros seguimos desarrollando hitos figurativos, algunos de ellos hasta caricaturizados. Ante la falta de nuevos próceres, hacemos esculturas a animalitos: al loro, a la iguana y al mono. La escultura acorde a nuestra época no puede ser concebida para ser contemplada desde un auto en marcha. Eso denota la ausencia de espacios públicos de nuestra ciudad. Sin espacios públicos, no podemos realizar objetos escultóricos que intriguen a los peatones, que los desafíen, que por ello se queden en la memoria de las personas. Los anacrónicos monumentos que se hacen hoy están condenados a ser una visión fugaz de algo que cruzó nuestras miradas mientras manejábamos; un memorial al olvido.