El lugar en donde se hace pública la vida privada de los poderosos puede ser un buen indicador de la diferencia entre una democracia institucionalizada y un régimen caudillista. En la primera, el ciudadano común y corriente sabe que esa información se encuentra en la prensa rosa, con papel cuché y fotos de gente linda, o en los programas del corazón –y no del cerebro– de la televisión. La vida de la arcaica realeza europea o los caprichos de los ricos y famosos en nuestro continente están al alcance de quien quiera gastar su dinero y su tiempo en ello. Pero, si algo queda claramente establecido en este caso, es que el acceso a esa información depende exclusivamente de la voluntad de cada persona. Puede ser que lo haga porque así alimenta ese oficio tan antiguo y provocador de pasiones que es el chisme o por ese afán, claramente inalcanzable, de emular la vida de esos personajes.

En el régimen caudillista, en cambio, ya no es el ciudadano quien decide ver, leer o escuchar esas informaciones. Ya que el más mínimo gesto de los líderes ha pasado a tener estricto carácter oficial, si todos sus actos se han convertido en un asunto de Estado y si, en definitiva, en su vida se expresa la vida del pueblo o más bien de la nación, entonces ese gesto, esos actos, esos detalles deben ser compartidos con todos (y con todas, por supuesto). Ineludiblemente la vida del líder debe formar parte de la agenda pública de comunicación. Esa vida le pertenece al pueblo y, consecuentemente, el pueblo tiene el derecho a conocerla. Nada mejor, entonces, que un buen aparato de comunicación al servicio de esa noble causa.

En estos regímenes se ha borrado la vieja línea divisoria entre lo público y lo privado, pero no por medio de la politización de la vida privada como propugnaban tanto el feminismo (a propósito, ¿en dónde estará?) como algunas corrientes democratizadoras, sino por la transformación de los actos de unos pocos en la información que deben imperativamente consumir los muchos. No es que estos últimos lo deseen y lo hagan por su propia voluntad y motivados por el chisme o por la emulación. No, en este caso no hay habladurías ni intento de emular la vida del líder que, por definición, es inalcanzable para el común de los mortales, sino que es una de las obligaciones que se derivan de su condición de miembros anónimos de la sociedad. Por ello, saber –por ejemplo– dónde, cuándo, con quién y qué ha desayunado es no solamente un derecho, sino la manera adecuada para convertirse en integrantes de la comunidad de fe constituida en torno al líder.

Pero esa transformación de lo público en privado no va sola. Tiene su complemento en la privatización de lo público, de manera que a nadie le extraña que el relato de las actividades de la semana se convierta en una larga lista de las comidas ingeridas y que un juicio privado termine con una cadena oficial.