El señor Julian Assange no es nadie en nuestras vidas. ¿Qué significa él en nuestras casas, en nuestros trabajos? Nada, absolutamente nada. La labor que el australiano ha desempeñado dentro de la ilegalidad, bien mirado, no nos hace ni mejores ni más libres, ni como personas ni como sociedad. WikiLeaks es también un negocio regido por las leyes del más puro y duro mercado capitalista del siglo XXI. Y, sin embargo, él, que ha negociado con el mejor postor, ahora ocupa un primerísimo lugar en las conversaciones cotidianas. No es saludable un sistema-mundo en el que quien se escapa de la ley sea mucho más relevante que los artistas, los científicos, los pensadores y los guías espirituales.

Mientras nos fabrican la ilusión que el Ecuador está liderando el concierto internacional de la batalla antiimperialista –con la misma retórica que se oía en las universidades hace 30 años–, en la futura casa de acogida de Assange, en Quito, los padres de familia continúan padeciendo la cola de las madrugadas para conseguir cupo en unos colegios con fachadas recién pintadas pero cuya calidad educativa sigue siendo un desastre. Mientras nos solazamos con las cotas de dignidad que hemos alcanzado como nación por el asilo diplomático, en el futuro hogar de Assange, en Guayaquil, se destapan las maneras en que se roban las medicinas de los hospitales públicos.

Cualquier discusión sustantiva y resonante que nos permitiría ir modificando la cultura democrática ha pasado a un plano irrelevante porque los políticos profesionales han optado por el espectáculo y desechado la meditación. Y todos hemos caído en la trampa. Queremos saber de Assange. Buscamos informarnos sobre el derecho de asilo. Estamos atentos a la imagen en vivo para ver si la arrogancia de la diplomacia británica osa invadir territorio ecuatoriano. Los medios de comunicación le han dado inmensa cobertura a un acontecimiento que modificará muy poco nuestro hábitat. Lo que experimentamos con Assange es un gran engaño.

Hay quienes creen que este es el momento más luminoso del Ecuador revolucionario. Es cierto que el planeta está arriesgando su buen vivir justamente porque los intereses imperiales de los países grandes arrinconan a los países chicos. De hecho, en la grave tragedia climática que se avecina, las regiones más ricas del orbe –quienes más han dañado el clima– paradójicamente estarán en condiciones superiores para sobrellevar esa catástrofe. Ellos tendrán muchísimos menos muertos que nosotros. Por este futuro, bien nos haría desplegar una lucha programática para desaparecer las formas imperiales y coloniales que aún padecemos.

Pero esta tarea no es seria si solo se recurre al oportunismo marquetero de los montajes aparatosos. Si se trata de impulsar una postura sólida, una campaña contra todas las manifestaciones de opresión social sería imprescindible. Tenemos que educarnos en aprender a disentir con el discurso de los todopoderosos, siempre y en todo lugar. ¿Esto anhelan los dirigentes políticos ecuatorianos? ¿O, más bien, lo de Assange ha servido para posponer la práctica de una cultura de la crítica y la autocrítica? Esta guerra diplomática ha revelado, allá y aquí, cuánta miseria está anidada en la política ante un suceso que no significa nada cuando estamos a solas con nosotros mismos.