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El Reino Unido (RU) ha decidido, por resolución firme, en un procedimiento en el que ha tenido que pronunciarse incluso el Tribunal Supremo, la entrega a Suecia del ciudadano australiano Julian Assange, a quien se le persigue en este último país por la supuesta comisión de varios delitos contra la libertad sexual. Anteriormente, Assange había adquirido notoriedad universal por la filtración a distintos periódicos de miles de documentos secretos en los que se revelaba el contenido de numerosas comunicaciones mantenidas entre el Departamento de Estado norteamericano y sus embajadas de todo el mundo.

El 19 de junio del presente año, vulnerando el arresto domiciliario al que estaba sometido, Assange se refugió en la embajada de Ecuador en RU. El pasado 15 de agosto, el Foreign Office –del que lo menos que se le puede decir es que se le calentó la boca– amenazó a Ecuador con asaltar su embajada en Londres a fin de detener a Assange y de ejecutar la orden de extradición a Suecia. A raíz de esta amenaza, Ecuador acordó, al día siguiente, conceder a Assange asilo diplomático.

El RU no puede invadir la embajada de Ecuador, ya que, según el Convenio de Viena de Relaciones Diplomáticas de 1961 (CVRD), preparado por la Conferencia de Naciones Unidas que tuvo lugar ese año en la capital austriaca, y que ha sido suscrito por ambos estados, “[l]os locales de la misión son inviolables. Los agentes del Estado receptor [en este caso: RU] no podrán penetrar en ellos sin consentimiento del jefe de la misión” (art. 22.1). El argumento al que se había acogido RU para fundamentar su amenaza –a saber: a la Ley británica de Premisas Consulares y Diplomáticas de 1987, aprobada con motivo de la muerte de un policía en Londres, por disparos efectuados desde la embajada libia– no puede tomarse en serio. Ciertamente que cuando un Estado firma un Tratado internacional puede excluir la vigencia de alguno o de algunos de sus preceptos formulando la correspondiente reserva. Pero, una vez ratificado el Tratado –con o sin reservas (y RU no ha formulado ninguna al texto del CVRD)–, la vigencia de sus disposiciones –según el Derecho de Tratados, al que también está sujeto RU– no puede ser derogada por una ley interna, lo cual no solo constituye una exigencia elemental de la seguridad jurídica, sino que es de sentido común, pues los Estados Parte no pueden estar pendientes de las distintas gacetas oficiales de los diferentes países firmantes para averiguar si en estos sigue o no vigente el correspondiente Tratado. Ello no quiere decir, naturalmente, que los Estados tengan que estar eternamente sujetos a los tratados que, en su día, ratificaron, ya que pueden denunciarlos, desvinculándose, así, de su vigencia. Entonces –y solo entonces–, y una vez que han dejado de ser Parte en el Tratado, pueden regular la materia como les venga en gana mediante su legislación interna. Y como RU no ha denunciado hasta ahora el CVRD, de ahí que la ley británica de 1987, en lo que pueda estar en contradicción con dicho Convenio, carece de toda eficacia jurídica.

Todo ello no significa, por supuesto, que la inviolabilidad de las sedes diplomáticas tenga un carácter absoluto –ningún derecho lo tiene–. Pero sus limitaciones no pueden proceder de las legislaciones internas, sino solo de los Principios Generales del Derecho –también de los del Derecho internacional–. Y así, por ejemplo, la Convención sobre Relaciones Consulares de 1963 (CRC) establece en su art. 31 lo siguiente: “1. Los locales consulares gozarán de la inviolabilidad que les concede este artículo.- 2. Las autoridades del Estado receptor no podrán penetrar en la parte de los locales consulares que se utilice exclusivamente para el trabajo de la oficina consular, salvo con el consentimiento del jefe de la oficina consular, o de una persona que él designe, o del jefe de la misión diplomática del Estado que envía. Sin embargo, el consentimiento del jefe de la oficina consular se presumirá en caso de incendio, o de otra calamidad que requiera la adopción inmediata de medidas de protección”. Como es evidente la analogía existente entre la inviolabilidad de los locales consulares y de los diplomáticos, de ahí se sigue, sistemáticamente, que lo que rige para aquellos tiene que regir también para estos, por lo que, si se declara un incendio o surge cualquier otra calamidad (por ejemplo, se dispara a los transeúntes desde una embajada o unos terroristas, que han ocupado el local diplomático, amenazan con hacer explotar una bomba), la inviolabilidad puede ser vulnerada. Y, en mi opinión, esté conforme o no con esa vulneración el jefe de la misión, pues dicho art. 31.2 CRC establece una presunción iuris et de iure, es decir: que no admite prueba en contrario (el texto dice: “se presumirá”, y no: “se presumirá, salvo que el jefe de la misión se oponga”), art. 31.2 CRC que no es más que una plasmación de la preeminencia del derecho a la vida consagrado en todos los textos de derechos humanos internacionales y nacionales, por lo que, en una ponderación de los bienes en conflicto, ese derecho a la vida debe prevalecer sobre el de la inviolabilidad de los locales diplomáticos y consulares. Con otras palabras: Se ponga como se ponga el señor embajador, el Estado receptor no puede tolerar que mueran como conejos personas inocentes. Ahora bien: la inviolabilidad de las sedes diplomáticas cede exclusivamente frente al valor superior de la vida, pero para que esa vulneración sea legítima en caso de calamidad tiene que mantenerse dentro de los límites estrictos de precisamente el combate de esa calamidad, por lo que, si mañana se declarara un incendio en la embajada de Ecuador en Londres, la entrada en el recinto no puede aprovecharse para, además de evitar daños en la vida y en la integridad física de los ocupantes del piso siniestrado, y, en general, de todos aquellos que se encuentran en el edificio, detener a Assange y llevarle a suelo británico, ya que entre la inviolabilidad de la sede diplomática (“… una Convención internacional sobre relaciones, privilegios e inmunidades diplomáticas contribuirá al desarrollo de las relaciones amistosas entre las naciones, prescindiendo de sus diferencias de régimen constitucional y social”, Preámbulo CVRD) y el interés de RU de ejecutar una orden de entrega a Suecia prevalece el primer bien jurídico.

Como posibles salidas a la situación creada se ha propuesto la de que Ecuador conceda a Assange estatuto diplomático y, con ello, inmunidad. Pero esta salida está cerrada. En primer lugar, porque la designación de Assange como diplomático ante el RU, y más aún si se trata, como en este caso, de una persona que no es nacional del Estado acreditante Ecuador (art. 83 CVRD), depende de que esa designación la acepte el Estado receptor RU (arts. 4, 8 y 43 CVRD). Y, en segundo lugar, porque si, como se ha barajado también, Ecuador designa a Assange para su representación diplomática ante Naciones Unidas, seguiría sin gozar de inmunidad en RU, ya que «el agente diplomático gozará de inmunidad de la jurisdicción penal del Estado receptor» (art.31.1 CVRD), es decir, y por ejemplo: que si el embajador de un Estado americano en Suiza comete un asesinato en España carece de inmunidad en nuestro país, ya que ésta tiene vigencia exclusivamente en Suiza, que es el país en el que está acreditado.

La posibilidad, con la que también se ha especulado, de que Assange pudiera ser trasladado de Londres a Ecuador en un saco de la valija diplomática, no pasa de ser una ocurrencia, porque ciertamente que los bultos de «la valija diplomática no podrán ser abiert[os] ni retenid[os]» (art. 27.3 CVRD), pero dichos «bultos … sólo podrán contener documentos diplomáticos u objetos de uso oficial» (art. 27.4 CVRD), por lo que, si contienen personas, entonces, y argumentado a contrario, sí que pueden ser «abiertos y retenidos».

Por otra parte, la defensa de Assange ha exigido al RU un salvoconducto para que aquél pueda abandonar la embajada en Londres y refugiarse en Ecuador. Pero el RU no puede facilitar dicho salvoconducto sin vulnerar sus obligaciones internacionales: sobre la base de una «orden de detención europea», los tribunales británicos han dictado una resolución que, en aplicación del «principio de especialidad», impone a Suecia, como única limitación, la de que el extraditurus sólo puede ser juzgado por los presuntos delitos sexuales que se relacionaban en la solicitud sueca. Esa resolución británica es ya «cosa juzgada» y no puede ser alterada mediante la entrega de un salvoconducto que haría imposible la ejecución de una resolución jurídicamente irreversible. A una eventual reextradición de Assenge a EEUU, si éstos presentan una solicitud de extradición para que Assange sea juzgado dentro del territorio norteamericano por un supuesto delito de espionaje, sólo podría acceder Suecia si RU, el país que le entregó, diera su consentimiento para que aquél fuera extraditado a EEUU.

Para finalizar, unas últimas palabras sobre el asilo otorgado a Assange y otras sobre el presidente ecuatoriano, Rafael Correa.

Todas las leyes nacionales, así como los Tratados bilaterales y multilaterales de extradición prohíben la entrega por delitos políticos o cuando exista el temor de que consideraciones de ese carácter puedan agravar la situación del reclamado en el Estado requirente (art. 4º.1º Ley española de Extradición Pasiva; art. 3º Convenio Europeo de Extradición; art. V Convenio de Extradición entre EE UU y el Reino de Suecia de 1961, modificado por Convenio suplementario de 1983), por lo que, teniendo en cuenta la naturaleza del delito por el que podría reclamarle EE UU a Suecia (espionaje) y toda la tormenta política que se ha desencadenado, desde un principio, en torno al caso Assange, no puede decirse que carezcan de toda base ni ese temor ni, por consiguiente, tampoco el asilo que ha prestado Ecuador a Assange.

Cuando, con todo el descaro, tanto el propio Rafael Correa como su Gobierno -con el otorgamiento de asilo diplomático a Assange- tratan de aparecer como los máximos defensores de la «libertad de expresión y de la libertad de prensa», ello sólo puede entenderse como una broma de mal gusto, siendo así que ese país y su presidente han sido condenados por las más importantes organizaciones de derechos humanos (Human Rights Watch, Comisión Interamericana de Derechos Humanos, World Association of Newspapers and News Publishers y World Editors Forum, entre otras) por los continuos y despiadados ataques que se producen en Ecuador contra precisamente aquellas libertades. El caso del diario de Guayaquil El Universo (para los que estén interesados en ese caso, y para más detalles, remito al extenso Dictamen que el autor de esta Tribuna emitió, en su día, a favor de los tres periodistas de ese diario que resultaron condenados por un delito contra el honor de Correa, Dictamen que aparece en la página web: rafaelcorreacontraeluniverso.eluniverso.com) sólo es uno más -si bien el más notorio- que puede servir de ejemplo para tener una pequeña idea de cómo se las gasta Rafael Correa con los periodistas que osan criticarle: Correa sólo debería ocuparse de defender la libertad de expresión de lejanos ciudadanos australianos cuando hubiera dejado de intentar -muchas veces con éxito- amordazar a los periodistas de su propio país.

Enrique Gimbernat es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Editorial de diario El Mundo.