Creación y Destrucción son en realidad dos perspectivas diferentes de un mismo evento. Esa premisa se percibe de manera mucho más contundente en el urbanismo.

Para muchos, el arquitecto estadounidense Minoru Yamasaki es un personaje desventurado que pasó a la historia de la arquitectura mundial de una manera muy particular. Yamasaki no se ganó su reconocimiento por las obras que proyectó y construyó, sino por aquellas obras de su portafolio que fueron destruidas. La primera –quizás la peor de todas– fue el conjunto residencial Pruitt-Igoe, en San Luis, Misuri. Apenas se terminó su construcción, en 1955, los índices de criminalidad, consumo de drogas y violencia racial comenzaron a subir desproporcionadamente. A Pruitt-Igoe le tomó solamente cinco años para convertirse en un barrio de pobreza extrema, con una de las peores calificaciones de calidad de vida en el estado. En 1972, con el fin de recuperar este sector que estaba fuera de control, se inician los trabajos de demolición de un barrio que no alcanzó a tener los 20 años de vida.

Con su demolición, Pruitt-Igoe se convirtió en una invitación a reflexionar sobre los logros de la arquitectura modernista. Algunos conocedores de la materia, como Charles Jenks y Collin Rowe entendían a este evento como “la muerte del modernismo”.

El segundo proyecto de Yamasaki que fue destruido fueron las dos Torres del World Trade Center, de Nueva York.

Aunque ambos proyectos fueron destruidos por diferentes motivos, y bajo distintas circunstancias; muchos expertos en teoría de la arquitectura consideran que el posmodernismo arquitectónico nació, creció y murió justo entre ambos eventos.

El Guayaquil de hoy, es el producto de la destrucción sufrida como consecuencia del gran incendio de 1896. En aquel trágico evento, la construcción en madera se vio herida de muerte; y con ella también perdimos la forma de conectarnos con nuestro húmedo y caluroso entorno. El material de remplazo que vino a salvarnos de las llamas –el cemento– fue aplicado sin las consideraciones requeridas para disfrutar de nuestro ambiente tropical. Comenzamos entonces a imitar las formas y estilos usados en otras partes del mundo. Nace así nuestra actual dependencia de las modas foráneas, y nuestra desconexión con lo que nos rodea; algo que ciudades similares, como Cartagena y Ciudad de Panamá han logrado superar. Dicha desconexión ya no es solo con la naturaleza, sino con todo lo que nos rodea: lo urbano y lo social. Para vivir bien, queremos desconocer lo que pasa afuera. Esto es algo que debemos corregir.

El éxito del Guayaquil futuro depende de qué tan buenos seamos destruyendo nuestras ideas caducas sobre ciudad, construcción y arquitectura. Posiblemente, una escuela de arquitectura modernista propia esté escondida en la sabiduría de nuestros sectores más populares; después de todo, han sido ellos quienes han escogido siempre los mejores sitios para asentarse.

Guayaquil necesita implementar nuevos espacios, que se sustenten sobre ideas que sean tanto innovadoras como propias; sin destruir nuestros sectores tradicionales, pero sin idolatrarlos tampoco. Destruir aquellas ideas caducas y equívocas que aún prevalecen puede ser nuestro Pruitt-Igoe. Una destrucción que nos puede beneficiar.