El escritor japonés Junichiro Tanizaki publicó en 1933 una pequeña pero intensa obra literaria titulada El elogio de la sombra. A través de ella, Tanizaki reflexiona sobre los conflictos que suelen ocurrir entre la tradición local y la vanguardia global, que desde aquellos tiempos comenzó a vestir al mundo.

El objeto que se usa para tal reflexión es la casa. El autor comienza narrando las dificultades que tuvo durante la construcción de una casa tradicional japonesa para él y su familia. Tal labor se vio dificultada por la abundancia de productos que respondían más al estándar industrial de la nueva época que a las tradiciones constructivas locales. Poco a poco, Tanizaki le describe al lector de manera clara y sencilla los orígenes de los rasgos más característicos de la típica construcción nipona: a diferencia de lo ocurrido en Occidente, el lejano Oriente no descubrió el vidrio. El único material disponible para el paso de la luz hacia el interior de las viviendas era el papel. Dicho material no resiste el agua; por ello, las casas y demás construcciones debían contar con grandes aleros en sus cubiertas. De esa forma se garantizaba que ni la lluvia ni la nieve jamás alcanzara a los paneles de papel.

Como resultado de ello se obtiene la sutil iluminación que caracteriza a los interiores orientales. En ellos, la luz juega siempre rol importante; mas no por su abundancia, sino por la delicadeza con la que es filtrada por los techos y el papel. En el lejano Oriente, la luz se debe a su total opuesto, la sombra.

En la costa ecuatoriana, la sombra también juega un papel muy importante. El sol perpendicular que nos ilumina es muy diferente al sol de las zonas templadas. No se trata de aquel astro que nos defiende del frío. Nuestro sol es un dador de vida imponente –a veces– hasta tirano. De su luz y calor es muy difícil escapar. “¡Sol morboso!” le oí decir alguna vez a un montubio en Naranjal. Creo que esa frase refleja mucho de nuestra relación local con el astro rey.

Muy a nuestra manera, nosotros también elogiamos a las sombras. Ciudades como Guayaquil, Portoviejo y Bahía de Caráquez cuentan con soportales que protegían a los transeúntes. La típica casa montubia se levanta sobre palafitos de caña, para generar un espacio de encuentro sombreado y refrescar los ambientes de la planta superior.

Es una pena que nuestras construcciones actuales hayan roto ese vínculo con nuestro entorno. Por ello, consideramos ahora justificable el que árboles centenarios sean talados para preservar el hormigón de nuestras calles. Los nuevos espacios públicos –en su mayoría sin árboles– nos exponen al sol de manera exagerada. Por ello la gente los rechaza o los usa muy intermitentemente. El espacio público ha dejado de ser el lugar de encuentro; y en su lugar preferimos ambientes adictos al aire acondicionado.

Sería interesante reinterpretar nuestras construcciones antiguas, y evolucionarlas hacia una identidad arquitectónica propia y contemporánea; ni imitativa de lo ajeno ni imitativa de nuestro pasado. Conviene, entonces, que los arquitectos y planificadores nos reconciliemos con las sombras en nuestros proyectos, pues son estas las que nos invitan al uso de los exteriores y a la contemplación de lo que nos rodea.