PRAGA

La búsqueda de vestigios del socialismo real puede resultar infructuosa en los países de Europa Central. Los trece años transcurridos desde la caída del Muro son más visibles que los efectos del medio siglo que vivieron bajo aquel régimen. Aparte de la inamovible y gris arquitectura, quedan pocos vestigios de una época que intentó poner a la sociedad por encima del individuo. Ahora son sociedades que aprenden a vivir en economías de mercado, como las que rigen en todos sus actuales socios de la Unión Europea. Ciertamente, no cuentan con la acumulación previa que pudieron hacer estos últimos mientras los otros ensayaban el experimento más controlado de la historia. Incluso sus servicios sociales (educación, salud, seguridad social), que deberían constituir la herencia de aquellas épocas, no igualan a los de vecinos cercanos como Austria o Alemania. El aspecto positivo se encuentra en la menor presencia de la crisis que tiene acogotados a los del sur.

Alguien decía que la historia se había encargado de demostrar que el socialismo era la vía más larga para llegar al capitalismo. La ironía tiene mucho de verdad cuando se ve la situación actual de estos países, pero a la vez deja flotando la pregunta acerca de las causas para que todo el legado de aquellos regímenes se reduzca a la carga negativa que se puede encontrar en algún museo. Una respuesta posible puede encontrarse en la propia concepción original, formulada por Lenin a comienzos del siglo XX y aplicada a rajatabla por Stalin y sus sucesores. Dos elementos de ella pueden haber sido determinantes.

En primer lugar, la creencia –incluso sostenida académicamente– de la existencia de un curso histórico inevitable. Según esa visión, las sociedades debían atravesar una serie de etapas hasta llegar a la situación ideal del igualitarismo, donde no existieran clases y desaparecieran tanto explotados como explotadores. Para que ello sucediera, según la concepción leninista, era necesaria una etapa de transición en la que se limitaran todas las formas de democracia burguesa. La instauración del partido único sería el vehículo insustituible para lograr el predominio de la clase destinada a liderar el proceso. El problema es que nadie se encargó de señalar cuánto debería durar la dominación de la burocracia partidista, que fue la expresión real de la dictadura del proletariado. El totalitarismo se convirtió en la forma de vida y en la esencia de un orden económico y político que tarde o temprano debía alcanzar sus límites.

En segundo lugar, el objetivo redistribuidor que guiaba a aquella visión exigía impulsar procesos acelerados de industrialización. El mismo Lenin lo sintetizó en una frase, cuando sostuvo que el socialismo era la combinación de soviets y kilovatios. Pero muy pronto los primeros pasaron al olvido y los otros constaron como asignaturas pendientes en todos los planes quinquenales.

Frente a esa experiencia es inevitable hacer un paralelo con lo que ocurre por nuestros lados y la posible herencia de la revolución ciudadana. Quizás se encuentre la respuesta al cambiar ciudadanos por sóviets y carreteras por kilovatios.