Es agradable leer libros cortos y contundentes, como las obras de Martin Buber o algunas de las novelas de Márai Sándor, sin olvidar, por supuesto, a J. D. Salinger. Equivalen a los mejores cuadros del arte universal: al Coloso, de Goya; a Añaperos, de Hopper; o Brown Swiss, de Wyeth. Pero hay obras pictóricas de grandes dimensiones, pensemos en los frescos de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel o las pinturas de indios de George Catlin tomadas como un corpus. Unas y otras hacen la historia del arte con idénticos derechos. Así hay grandes trabajos de lectura, de esos que pocas veces se harán en la vida: En busca del tiempo perdido, de Proust, o el Cuarteto de Alejandría, de Durrell. Yo suelo leerlas poco a poco, intercalando cosas urgentes o más livianas. De tal modo pienso dedicar los próximos dos años a leer Teatro completo, de William Shakespeare. ¡Ustedes que me ponen a hablar de libros!, me distraen del tema del artículo. Es como conversar de sangre con Drácula.

Leyendo las introducciones a Shakespeare me entero de que fue católico, que “murió papista”. En la Inglaterra de esos tiempos esta confesión religiosa era perseguida y el puritanismo campeaba agresivamente. La obra colosal del dramaturgo es evidentemente de un católico. Por supuesto, no en un sentido burdo, proselitista o de explicación de dogmas y mandamientos. Lo es por su visión humanista, de hombres integrales con defectos y virtudes, enfrentados a destinos de difícil comprensión; lo es por su exuberancia barroca, por sus múltiples perspectivas. Qué distinta resulta, en cambio, el Paraíso perdido, de John Milton, máxima expresión literaria del puritanismo, con su punto de vista unilateral, sectario cabría decir.

Está visto que la religión y concretamente el catolicismo no solo no se oponen al arte y la cultura, sino que constituyen uno de sus mayores resortes. Por cierto que dentro de la misma Iglesia hay gente que no lo entiende así, pero eso se debe a problemas de IQ. Si el lector es habitué de internet y, sobre todo, de las redes sociales, le sorprenderá chocantemente una permanente campaña ateísta que pretende hacernos pasar a los creyentes como primitivos, bárbaros e ‘incultos’. Tiene distintos orígenes esta tendencia, pero todos sus mensajes se caracterizan por su ramplonería. No tengo nada contra los ateos, de hecho mi padre lo fue, pero ¡qué respeto el suyo por las creencias de sus familiares! Las religiones siempre son salvíficas, por más que las propuestas de salvación sean tan distintas como el paraíso con huríes del islam y el nirvana budista. Entonces entiendo perfectamente a los religiosos que pretenden salvarme, compartiendo conmigo el cielo de su respectiva fe. Vuelta no entiendo a los ateos que buscan “convertirme” a sus ideas, peor si lo hacen a través de este belicoso apostolado cibernético. Si “muero papista”, no debería importarles, eso no cambia el rumbo de su vida, ni de la mía. Les falta coherencia, su ateísmo de pacotilla tiene base en las modas y no en la reflexión.