En el libro El oficio de político, el politólogo español Manuel Alcántara llama la atención sobre la cantidad de decisiones que toman los gobernantes en deplorables condiciones de salud o bajo los efectos de medicamentos que reducen significativamente sus capacidades. Un caso paradigmático fue el de Kennedy, que definió el destino del mundo mientras estaba sumido en el sopor producido por fuertes fármacos administrados para combatir unos insoportables dolores de espalda. El autor sostiene que si al piloto de un avión se lo castiga drásticamente cuando realiza su trabajo en esas condiciones, entonces, no hay razón para que aceptemos que los políticos, que tienen responsabilidades con toda la sociedad, decidan sobre el destino de las personas cuando no están en pleno uso de sus facultades. Por ello, la salud física y mental debe ser uno de los componentes del test al que idealmente deberíamos someter a los políticos.

Viene al caso esa reflexión cuando la personalización de la política ha llegado a sus máximos niveles de expresión. Los procesos que se viven en muchos de los países de nuestro continente dependen exclusivamente de la voluntad y la presencia de unos valientes e iluminados llaneros solitarios. Son pocos los casos en que la continuidad está asegurada por instituciones que puedan garantizar la vigencia de las políticas más allá de la presencia de los caudillos. De manera especial, la mayor personalización –y, por tanto, la mayor dependencia con respecto a los líderes– se encuentra en los procesos calificados como revolucionarios. Ninguno de ellos cuenta con un partido político, los sucesores no existen y cuando aparecen son rápidamente expulsados o puestos en la congeladora y, a pesar de asambleas constituyentes y rosarios interminables de leyes dictadas directamente desde los órganos ejecutivos, solamente se ha debilitado al viejo orden pero no se lo ha remplazado con estructuras institucionales sólidas. Por todo ello, la desaparición o la simple indisponibilidad de esos conductores constituye inevitablemente el fin de la historia.

La discusión actual en Venezuela ilustra muy bien lo señalado. El debate electoral está centrado en la salud del presidente Chávez y no en planes de gobierno o en propuestas económicas o sociales. La evolución de su enfermedad deja en segundo plano a la preocupación por las condiciones de vida o por la viabilidad de una economía que depende exclusivamente de los altibajos del petróleo, e incluso opaca cualquier discusión acerca del incremento en los niveles de pobreza. Es, prácticamente, el predominio de la oncopolítica.

La discusión alcanza niveles surrealistas cuando se enreda en los cálculos sobre los diferentes efectos que tendría la desaparición del líder de acuerdo al momento en que pudiera ocurrir. Una cosa sería si sucediera durante la campaña, otra que aconteciera una vez electo y otra muy distinta si se produjera después de la posesión. Pero resulta extraño que casi nadie se preocupe por la gravedad que tiene el hecho de que los destinos del país dependan exclusivamente de una persona que, por la enfermedad y los medicamentos, no está en la plenitud de sus facultades.