Nuestro invitado |

La muerte de George, El Solitario, fue un evento triste, pero inevitable. Desde 1972 sabíamos que esto pasaría, que nuevamente seríamos testigos de la extinción de una especie. La desaparición del galápago de la isla Pinta se suma al gran espectro de actos producidos en el planeta como consecuencia de nuestra inconciencia, nuestro desinterés en pensar a largo plazo y nuestra lerda capacidad de reacción.

Lo que nos convierte a los seres humanos en fabricantes de extinciones a gran escala es nuestra habilidad para depredar y alterar –no especies, sino– entornos. Obviamente, todos los medios cumplieron con los cinco minutos de cobertura sobre la muerte del quelonio en cuestión; pero ¿qué ocurre con esos entornos que matamos o dejamos morir? Y no me refiero solamente a esos espacios que sentimos lejanos, como la Antártida y la Amazonía. Veamos por nuestras ventanas, y seguramente daremos con un entorno envenenado y condenado a morir. En algunos sectores de nuestra ciudad no es necesario ver, sino oler, pues la muerte de nuestro estero Salado no solo se ve, también apesta.

Actualmente, para mitigar su contaminación, las autoridades locales han optado por la recolección de desechos sólidos y la incorporación de actividades deportivas y recreativas. La recolección de sólidos es una lucha contra veinticinco toneladas métricas que se arrojan a diario a las aguas del Salado. La cifra tiene su mérito, pero no es suficiente. Como evidencia de esto vemos las afecciones que ha sufrido el muelle usado por las federaciones de remo, frente a la Universidad de Guayaquil; como consecuencia de la corrosión producida por los químicos diluidos en el brazo de mar. Lo mismo ocurrió con el puente peatonal metálico que colapsara hace ya algunos años, frente al estadio de Barcelona.

El problema de la contaminación del estero Salado no solamente radica en los desechos que se vierten hoy. Muchos de los contaminantes lanzados décadas atrás son los que logran filtrarse a través de la capa de sedimentación, afectando su recuperación. Tal situación es semejante a la que se vive en el canal de Gowanus, en Brooklyn, Nueva York, donde hace poco se comenzó un agresivo plan de recuperación y descontaminación. Los índices de contaminación del mencionado canal son superiores a los de nuestro estero, por encontrarse junto a una ensambladora de automóviles que funcionó hasta los años setenta. Los habitantes del sector cuentan que las aguas del canal se ponían rojas, plateadas, azules o blancas, según el color que usaban para pintar los carros. El plan de recuperación del Gowanus considera la extracción de las capas sedimentadas, para lograr la eliminación definitiva de sus contaminantes.

Lo que vuelve más crítica la situación del estero Salado es su factor humano. En el canal de Gowanus no hay personas que habiten sobre sus aguas; sobre el estero Salado habitan personas en condiciones infrahumanas. Vale la pena estudiar la posibilidad de extraer los contaminantes que hay en el lecho del estero. De igual manera, se debe integrar a la ciudadanía con el estero, pero en estructuras capaces de resistir su entorno aún hostil. Si dichas estructuras sirven para implementar otros procesos de descontaminación, tales como la oxigenación de las aguas, mucho mejor aún para todos.