Julian Assange es un tipo simpático. Él tiene ese encanto que el historiador inglés Eric Hobsbawn descubría en los bandoleros sociales (“rebeldes primitivos”) y que expresa un sentimiento colectivo que podría llamarse síndrome de David. Es el débil que ha logrado hacer daño al poderoso, aunque para conseguirlo haya sido necesario recurrir al engaño o, frontalmente, a prácticas delictivas. Ya lo dijo el líder, “cometió una ilegalidad, pero a la final nos brindó un bien mayor: revelarnos la política imperial de los Estados Unidos”. Viniendo del débil y del oprimido, todo fin es noble, de manera que poco importan los medios.

Pero, ahora que don Julian ha pedido asilo en la Embajada ecuatoriana en Londres, de poco sirven las simpatías, porque se abre un problema legal bastante complejo. Si nuestro país le concede el asilo, el hacker más famoso del mundo tendrá que esperar pacientemente hasta que el complejo sistema inglés de justicia le otorgue el salvoconducto. Seguramente, la suya será una espera más larga que la del director de EL UNIVERSO en la Embajada de Panamá para un salvoconducto que nunca llegó, porque la acusación que pesa sobre Assange no es precisamente política. En Suecia se lo persigue por delitos comunes y, aunque todos sepamos que el asunto de fondo es la filtración de los mensajes norteamericanos, en un proceso legal no será fácil demostrarlo ni comprobar que su vida corre peligro.

La simpatía hacia Assange se origina también en su condición de adalid de la libertad de expresión. En estos días que el tema está en el centro del debate, una acción como la que él realizó al divulgar los cables tiene efectos inmediatos. Pero cabría preguntarse si en realidad el “hackeo” o, en términos castizos, el robo de información es un ejercicio de libertad de expresión y de periodismo. Una primera respuesta puede darse en el ámbito legal, específicamente en la protección de la información reservada o confidencial que mantienen todos los países. Por transparencia y por principios democráticos (“el manejo de lo público en público”, según Bobbio), todos los actos gubernamentales deberían ser públicos, pero la famosa seguridad nacional marca unos límites y protege legalmente determinada información. Su violación es penada. Pensemos en la reacción que tendría nuestro gobierno en caso de robo o filtración de información clasificada (el juicio al exdirector de Inteligencia puede ser un ejemplo de esto).

Una segunda respuesta viene de consideraciones éticas. Básicamente se refiere a los procedimientos que se utilizan para conseguir información, lo que lleva nuevamente al problema de los fines y los medios. Si cualquier medio es válido para alcanzar un buen fin (en este caso acceder a una información que se considera relevante), entonces entraríamos al terreno del sálvese quien pueda. La tercera respuesta alude a la concepción misma de libertad de expresión y de periodismo. Julian Assange no estaba haciendo uso de su libertad de expresión ni estaba ejerciendo el periodismo, simplemente divulgó información ajena. Eso fue lo que le dio el pase al club de los perseguidos.