Uno de los retos de la revolución ciudadana era lograr que el sustantivo y el adjetivo hicieran buena pareja. Al calificarla como ciudadana, la revolución debía diferenciarse radicalmente de anteriores experiencias históricas, de las que solo quedaban ideologías moribundas. Armándose de ingenuo optimismo se podía suponer que, al recibir ese adjetivo, la revolución superaría el fetiche del verde olivo como uniforme de los cuerpos y de las cabezas. Se podía esperar que la gente joven y con alguna formación universitaria que se aprestaba a liderar el proceso rompiera con los sacros dogmas alimentados a lo largo del siglo XX y recogiera lo sustancial y lo creativo del pensamiento de las últimas décadas. Lo menos que se podía suponer era que ellos hubieran recibido una parte de la herencia de los muros de París, de Woodstock, de la caída del Muro y de la desacralización propia de la posmodernidad.

Pero, el adjetivo de ciudadana no sirvió de mucho, porque desde el inicio se pudo comprobar que nunca estuvo en sus planes revolucionar la revolución y mucho menos ciudadanizarla. La inamovible presencia de los cánones tradicionales se hizo evidente desde el primer momento, cuando algunos desempolvaron las viejas consignas y otros –los más, incluido el líder máximo, que no venía de la izquierda– las aprendieron rápida y eficazmente. En todos sus actos, desde los festivos hasta los más serios, se impuso el deseo de parecerse hasta en el último detalle a las viejas utopías acuñadas en el marco de la guerra fría. Las canciones de discos de acetato, el discurso tan confrontativo como conservador, los puños levantados, las invocaciones al sacrificio y a la muerte, los himnos patrioteros, los comités de defensa y la atribución de fines conspirativos a la más mínima forma de oposición marcaron el retroceso de cuarenta o más años.

Para echar raíces en el terreno de la historia se declararon alfaristas. Don Eloy –a quien desde entonces se le comenzó a llamar con sus dos apellidos, Alfaro Delgado, algo que nunca había ocurrido hasta la época de Correa Delgado– se convirtió en el ícono de la revolución. Fieles a la visión añeja, alejados de cualquier forma de ciudadanización, reivindicaron su condición de militar. Implícitamente, primero, y de manera explícita después, fueron dejando a un lado la figura del civil que, como correspondía a su militancia liberal, quiso implantar un régimen de derechos y libertades. Había que reivindicar la imagen del caudillo armado, de esos que deben lucir uniforme y charreteras para que todo el mundo sepa que el poder nace del fusil.

Si ese fue el camino escogido, no debe sorprender que le vuelvan a ascender al grado de general que ya tuvo en vida. No importa que eso signifique pasarse olímpicamente por encima de todas las evidencias históricas. Tampoco importa mucho que una ministra asegure que él, nada más y nada menos que el adalid del laicismo, “desde cualquier constelación luminosa en la que se encuentre, habrá aceptado de corazón esta designación”.

Eloy Alfaro Delgado, santo y general que estás en los cielos…