Para aprobar el Examen Periódico Universal (EPU) de Naciones Unidas, el gobierno nacional presentó la Constitución más garantista del mundo y la inversión en políticas sociales como avances en derechos humanos. La cara amable del régimen, la del vicepresidente, era la más adecuada para enfrentar la prueba. Al final, el país (¿o el gobierno nacional?) recibió 67 recomendaciones para mejorar la situación de los derechos humanos, 64 de las cuales serían aceptadas por el gobierno.
La estrategia gubernamental apuesta por una fórmula que podría ser útil en el plano interno, pero que tiene pocas expectativas de aceptación en el externo. En primer lugar, destacar las disposiciones constitucionales en un país donde ellas constituyen mayoritariamente letra muerta no es la mejor forma de comprobar que ha habido avances en materia de derechos humanos. La Constitución puede convertir la felicidad de todos (y de todas, por supuesto) en un derecho, sin que de ahí en adelante cambie en lo más mínimo la situación de las personas. Se puede establecer incluso el derecho de los niños a recibir el amor de sus padres, como lo hace graciosamente una constitución latinoamericana, sin que nadie se detenga a pensar en la magnitud del absurdo porque todo el mundo sabe a dónde va a parar la letra escrita.
El segundo argumento gubernamental, el de las políticas sociales, tiene un cierto olor a naftalina de los años sesenta y setenta, cuando implícitamente propone el intercambio de bienestar por libertades. En los años de la guerra fría se consideraba que los anhelos de igualdad y de justicia social solamente podrían alcanzarse dentro de un régimen fuerte que expresara los intereses del conjunto de la población, lo que significó limitar el pluralismo y cualquier asomo de oposición. La voz del pueblo no podía ser sino una y nada más que una, de manera que las voces disonantes deberían ser acalladas. Se llegó así a una situación en que se hacía imperioso escoger entre la igualdad y la libertad como alternativas excluyentes. Los regímenes de la órbita soviética y de la Cuba actual han apelado siempre a esa justificación. Sin embargo, la experiencia de la mayor parte del mundo democrático (con los países nórdicos a la cabeza) desmiente esa dicotomía y echa por tierra el argumento exhibido en Ginebra.
La debilidad de las explicaciones ofrecidas en esa reunión le deja al gobierno nacional en una condición menos favorable que la que habría tenido si hubiera enfrentado de manera más resuelta el problema de los derechos humanos. Pudo incluso apelar a la herencia recibida y a partir de allí destacar sus esfuerzos por revertirla, pero el problema es que estos no existen y más bien van en sentido contrario. Los países que hicieron las observaciones conocen perfectamente los contenidos del proyecto de ley de comunicación, la orientación de las reformas al Código Penal (donde el desacato persiste con otro nombre) y han escuchado los llamados a reducir las facultades de la CIDH. No se van a convencer con el garantismo y con las políticas sociales.