BARCELONA, España

Sospecho que entre los lectores del escritor mexicano Carlos Fuentes habrá dos reacciones a la noticia de que sus cenizas serán enterradas en el cementerio de Montparnasse. Quienes buscan en sus obras a la cultura mexicana, su compleja mixtura y su evolución, acaso se sentirán defraudados por esta última voluntad de no quedarse en el terruño; incluso quienes polemizaron con Fuentes respecto a su perspectiva de lo mexicano, sentirán que tenían razón. A fin de cuentas, pensarán, Fuentes hacía una comedia de lo mexicano por réditos o impostación: si termina reposando en Francia es para que el culto siga activo con los reflectores parisinos que tan bien iluminaron lo latinoamericano. Pero hay otro tipo de lector de Fuentes al que no le sorprenderá su decisión. El escritor siempre vivió entre distintos países y continentes, desde su nacimiento en Panamá por el cargo diplomático de su padre, y porque la cultura que poseía no escatimaba ningún nexo que le diera una libertad de difícil comprensión para quienes esperan realizarse en una identidad cerrada y fija. Fuentes ha sido la puerta a un mundo de intercambios. Una puerta que se abre hacia nuestra propia casa.

Contaba Fuentes que cuando pasaba en México no podía escribir: su país no le dejaba la calma necesaria para la rutina creativa. Por esta razón vivía parte del año en Londres, donde nadie lo reconocía y en la que el frío incentiva poco a salir a la calle, de manera que podía concentrarse. Supongo y exagero: Fuentes debía vivir en los aviones y en las bibliotecas, con pequeñas salidas al mundo en las que sonreía para la foto de turno al lado de Mitterrand o Bill Clinton.

La sonrisa de Fuentes, sin embargo, ese aire triunfante que transmitía, merecido por supuesto, escondía una tragedia familiar que espera un biógrafo descarnado. También mucho habrá que decir y poner en perspectiva de lo que representó Fuentes para la cultura de su país y, sobre todo, para la literatura latinoamericana, así como están por estudiar sus relaciones con Octavio Paz.

Abro nuevamente mi viejo ejemplar de Terra Nostra. Además de las páginas iniciales y finales de su novela, ubicadas en París, encuentro algo inesperado: la fotocopia de una carta que Fuentes escribió a José Donoso el 31 de marzo de 1964. No recuerdo cómo vino a parar allí, ni quién ni cuándo me la dieron. Es una carta de ánimo al amigo chileno torturado por un bloqueo creativo –Donoso estaba escribiendo El obsceno pájaro de la noche– y contiene mucho más: un elogio de Vargas Llosa, Cortázar y Carpentier. Fuentes, además, cuenta sus respectivos bloqueos e incertidumbres. También es una crítica a las caducas dicotomías entre nacionalismo y universalismo, compromiso y artepurismo y “demás pendejadas”. Todo en dos páginas ceñidas que terminan entusiastas aunque advierten que escribir “exige su dolor, su paciencia, para encontrar el punto inviolable”.

Coherente con lo que fue y quiso ser, Carlos Fuentes eligió su tumba en París. Hay muchos sentidos para esta decisión. Acaso solo importa que haya sido su decisión. La historia latinoamericana está desbordada de repatriaciones tardías de escritores que murieron olvidados, lejos de retóricas convenientes, pero cerca de sí mismos.