Hay que atar los lazos sueltos para no tropezarse. Parece que los fiscales, especialmente el General y el de Guayas, nunca oyeron ese sabio consejo y ahora corren el riesgo de trastabillar. Uno de esos cabos sueltos es el de los contratos del hermanito mayor, que no tiene más culpables que los periodistas que descubrieron el hecho. Hasta ahora no ha salido a la luz ni ha formado parte de alguna investigación el nombre de uno solo de los ministros que estamparon su firma junto a la de los representantes de las empresas que eran y no eran del hermano más famoso del país. Para que exista un contrato se necesitan por lo menos dos firmas. Por tanto, en cada uno de ellos hay por lo menos dos responsables, ya que sabido es que tanto mal hace la que peca por la paga que el que paga por pecar.

Otro cabo suelto es el de la narcovalija. Sin duda es uno de los casos más graves, porque significa que una red del crimen organizado logró pescar por lo menos una parte del aparato estatal. Una parte importantísima, nada menos la que constituye nuestra cara en el exterior. Sin embargo, la Fiscalía está esperando a que las respuestas vengan desde Italia, sosteniendo que así debe ser porque hacia allá iba la droga. Pero nadie ha explicado por qué no se ha escuchado la pregunta básica, aquella que aparecería en la primera página de cualquier novela policial, y que simplemente indaga por la persona que entregó los jarrones en la Cancillería. No pueden haber llegado de la nada, debe existir un acta de entrega recepción y la persona que los entregó debió ser alguien medianamente conocido, alguien que tenía las palancas suficientes para conseguir que incluyan el valioso y pesado encargo en la valija oficial. La identidad de esa persona es clave y esa es una información que no va a venir de Italia. Pero no se ha visto interés en amarrar ese lazo.

El tercer cabo suelto es el de Chucky Seven y su utilísimo pendrive. Es demasiado abultado lo que se encuentra en juego en ese caso. No solo por la cifra de cuarenta millones, que refleja una ambición enorme y desmedida, sino por los efectos que puede tener en las altísimas esferas. Bajo un verdadero estado de derecho, la acumulación de pruebas y evidencias sería vista como la mejor oportunidad para que un fiscal demuestre autonomía, integridad e independencia frente al poder político. Pero esa misma situación debe ser muy compleja en un medio donde el estado de derecho es una entelequia, donde los familiares circulan por esas esferas y donde hay una mano metida hasta el codo en el sistema judicial. Se podría apostar que ese lazo no se atará por lo menos hasta que ocurra un cambio político radical.

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Debe ser duro para los señores fiscales saber que si no atan esos lazos pronto tropezarán y acabarán sus carreras y si los atan las acabarán sin tropezones, por decisión mayestática.