Sabino Gualinga recorre el jardín como lo haría un chiquillo. Tiene 90 años, pero toca todo lo que ve, no se cansa nunca y, por supuesto, se sienta sobre la tierra. Dice que cuando muera se irá a vivir “allá arriba”. No se refiere al cielo del cristianismo. Se refiere al árbol al que van todos los chamanes.

En Sarayacu solo quedan cinco y él es uno de ellos, aunque aquí lo conocen como yachak, sabio o líder espiritual. Don Sabino camina, arranca hojas y las huele mientras da su cátedra. Explica que el amarun caspe es el árbol que cura las enfermedades de la sangre; el chayo caspe, del estómago; el lispungo, tumores y articulaciones... La lista sigue.

Detiene su paso frente al “doctor” wantuk, como el yachak le llama ¬totalmente convencido¬ a la planta que se enfrenta a las afecciones incurables. “Con esto duerme y, en el sueño, miles de doctores operan, sacan el mal”.

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Habla constantemente de los sueños; tanto, que parecen los hilos conductores de su historia y la de Sarayacu. Recuerda dos de ellos. En uno, el río crece y lo inunda todo. En el otro, se construyen innumerables potreros y los animales quedan atrapados.

Fue así como, en el 2002, el yachak supo que su pueblo debía impedir que la Compañía General de Combustibles (CGC) ingresara a lo que el Estado dio en llamar bloque 23 y ellos, hogar.

Se ha vuelto un lugar común aquello de “seguir los sueños”, una muletilla que, en la práctica, hace alusión a deseos, aspiraciones e incluso a caprichos. En Sarayacu, sin embargo, lejos de ese cliché occidental, los sueños son guías. Son caminos o luces.

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El día a día de Sarayacu puede ser contado a través de los sueños de su gente. Si sueñan que le disparan a un papagayo, deben salir de la comunidad o significa que se aproxima un viaje. Don Sabino cuenta que, dormido, eso ha sido lo que ha visto antes de irse a España, Francia, Bélgica, Suiza, Alemania, Suecia, Costa Rica, Bolivia, Estados Unidos... Siempre a defender la legítima ocupación de su territorio.

Los sueños, a través de la interpretación, también guían su cacería. Si sueñan con cargar o cosechar yuca, deben cazar un venado. Si lo hacen con una canoa, un tapir. Sin embargo, hoy también se autoimponen prohibiciones.

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Así lo cuenta José Gualinga, hijo del yachak y también tayak apu tayjasaruta, es decir, presidente de Sarayacu. Relata que, históricamente, sus ancestros ejercieron así el control de las especies, pero ahora analizan, además, si tienen animales en peligro de extinción. Por ejemplo, se comprometieron a no cazar el tapir y quien lo hace se expone a 48 horas de detención y a 100 de trabajo comunitario.

La mayor parte de las decisiones se toman en el tayjasaruta, el Consejo de Gobierno de Sarayacu, integrado por 18 personas, entre líderes tradicionales y comunitarios, representantes de las mujeres, los jóvenes y los sabios. La máxima instancia de decisión es la Asamblea General.

En el tayjasaruta están representadas ¬a través de sus kurakas, ministros o jefes¬ las cinco comunidades más cercanas: Sarayacu Centro, Kali-Kali, Chontayaku, Shiwacocha y Sarayaquillo. Hay una sexta, Teresa Mama, que tiene su propio presidente porque se encuentra más lejos de estos cinco centros (a cuatro horas en una canoa a motor y casi dos días a remo).

En cada centro se organizan a través de ayllus, núcleos familiares o familias ampliadas (no necesariamente por lazos de sangre). Según José Gualinga, los más de 1.500 habitantes están agrupados en unos 200 ayllus.

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La arquitectura del huasi o casa es abierta, sin paredes ni ventanas; ¿para qué tenerlas? Allá ¬se refieren a “los de la ciudad”¬ los muros funcionan como refugio. Acá el refugio es la selva. Allá la ventana ofrece luz, ventilación y permite una conexión con el exterior. Acá eso no es suficiente. La luz y la ventilación son permanentes. El exterior no existe. La selva es el interior.

Visualice su propia casa. Tal vez tiene una sala, una cocina y dormitorios. Probablemente están separados por pasillos. Aquí la sala o pasiana huasi es, en realidad, la misma tierra ¬sin cemento, sin baldosas¬ cubierta por una estructura de madera y ramas de wayuri o paja toquilla. No hay pasillos. Son reemplazados por la misma naturaleza que, en la práctica, es parte de la casa. Se camina unos pasos y está la cocina, también abierta. Unos pasos más y en otra especie de galpón, los dormitorios o puñuna huasi. Algunos, a ras de suelo; otros, elevados a un metro por las lluvias o las crecidas.

Lo que sí se ha “occidentalizado” es la vestimenta. El yachak, por ejemplo, trabaja en su jardín con una gorra que muestra el logotipo de los Yankees de Nueva York. Las mujeres lucen licras a media pierna, faldas con vuelos o pescadores. Los hombres, jeans o pantalones cortos. Los niños llevan estampados de Disney, Pixar o Marvel, sin reconocer a la pata Daisy, los autos de Cars o a Spiderman. Los trajes tradicionales se reservan para las fiestas, ceremonias o ritos.

La influencia externa también se nota en los nombres. Aunque algunas niñas se llaman Waira o Sacha, también empiezan a aparecer las Katherine o Brigite. En las tardes se escucha que algún joven rasguea la guitarra o toca el órgano (desde canciones locales hasta Julio Jaramillo), pero los parlantes también estallan con Lavoe o Santa Rosa.

En Sarayacu desarrollan un sistema económico al que llaman “solidario y autosustentable”, aunque otros también realizan trabajos donde les pagan en dólares. A más del huasi, las familias tienen áreas de chacras ubicadas a por lo menos media hora a pie de sus casas. Aquí producen sus propios alimentos, aunque también los intercambian. La yuca, el plátano y el maíz son algunos de los productos más importantes. Manejan un sistema de rotación para que la tierra logre regenerarse.

También tienen purinas, que se traduce como desplazarse o viajar. Aquí, como se mide en tiempos y no en metros, dicen que quedan “a un día de distancia por río”. Se trasladan pocas veces al año, especialmente en vacaciones. Son áreas de selva, donde se refuerzan lazos sociales y se transmiten conocimientos ancestrales a los menores.

En Sarayacu hay zonas de caza y de reserva, delimitadas en el Plan de Vida, un programa que refleja sus valores y su visión del mundo. Existen, además, lugares sagrados a los que solo pueden ir los sabios ¬y el resto, solo con un permiso¬ porque allí “habitan espíritus poderosos”.

Los reclamos contra la CGC se profundizaron cuando una línea sísmica atravesó el bosque sagrado del yachak César Vargas. La compañía destrozó los árboles, incluido uno de lispungo. Según los relatos de los propios habitantes, el chamán perdió su fuerza y él, su esposa y dos de sus hijos murieron al poco tiempo.

La Notaría 1ª de Pastaza dio cuenta del ingreso y la destrucción del bosque. Pero ante cualquier daño, los habitantes se unen. Una de las actividades más importantes es la minga.

Sabine Bouchat, una agrónoma belga que llegó a Sarayacu hace 25 años, cuando tenía 24, dice que lo más parecido en su país es el cambio de casa, donde los familiares y amigos ayudan.

Aquí se enamoró de José Gualinga y con él tiene dos hijos: Wio, de 15 años, y Samaï, de 22. Y aquí, en la selva, también decidió criarlos porque prefiere sus valores. “En mi tierra hay una vida solitaria increíble y aquí me encanta la vida comunitaria. Allá la riqueza es tener un carro, una casa, un televisor. No los critico, pero aquí la riqueza es tener tierra sana y una vida armónica con todos los seres”.

En un día común, los niños se cuelgan de las lianas de los árboles, corren descalzos o juegan en una cancha de tierra que marca sus límites con una soga clavada en el suelo. Las mujeres se encargan de la chacra, preparan chicha o elaboran artesanías. Los hombres trabajan la madera, cazan o pescan. Los hijos están en alguna de las seis escuelas de la zona o en el único colegio que tienen.

La educación es una de las principales falencias. La escuela de Shiwacocha, por ejemplo, tiene un solo salón y en él estudian niños de primero, segundo y tercero de básica. Un profesor les enseña lo mismo a todos.

Hilda Santi, al frente de la tenencia política de Sarayacu, reclama, además, por el casi nulo acceso al sistema público de salud. Solo hay un centro del Seguro Social donde se pueden atender unos 170 afiliados. También existe un subcentro, pero la atención no es permanente. Dice que los médicos llegan para temas puntuales, por ejemplo, una jornada de vacunación.

El hospital más cercano queda en Puyo. Salir les toma dos días a remo, cinco horas en lancha a motor y 25 minutos en una avioneta, a un costo de $ 200. Solo si es grave, el Seguro les permite pedir una avioneta por radio. No hay autos, motos ni caballos.

Tampoco hay teléfonos convencionales ni señal de celular. Por cooperación externa tienen, hace diez años, cinco máquinas con internet satelital. Funciona con paneles solares, pero a los equipos les quedan tres meses.

A las 20:00 casi todos duermen y a las 05:00 ya estén en pie bebiendo wayusa, una infusión a la que le atribuyen un poder energizante. A esa hora la familia se reúne y los mayores ¬que se han levantado a las 04:00 o antes¬ cuentan los sueños que acaban de tener. No siempre son buenos y no por eso los llaman pesadillas. Todos escuchan con atención ¬esperando encontrar respuestas o instrucciones¬ e incluso, si se animan, pueden participar en la interpretación.

A veces de allí sale la planificación del día y a veces no se sueña con nada. Franco Viteri, presidente de Sarayacu cuando ingresó la petrolera en el 2002, dice que hay árboles que “ayudan”. Explica que los espíritus del lispungo, por ejemplo, purifican el organismo y facilitan la “conexión” para poder soñar.

La naturaleza, repiten casi como mantra, está llena de espíritus. Amazanga es el del bosque y se asocia a los hombres por su trabajo de caza. También vigila el alma durante los sueños. Nunguli, en cambio, es el espíritu de la tierra y, por ello, tiene relación con las mujeres por la chacra.

En Sarayacu afirman que la petrolera “ahuyentó” a los espíritus ¬dicen que a la mitad¬ y desde entonces perciben que tienen menos animales, menos comida y hasta menos sueños.

Aquí dicen que en la ciudad se suele soñar en formato simplificado: salud, dinero y amor. Don Sabino, que ayer recibió a la delegación internacional, repite que solo quiere que los dejen vivir en paz. No ha soñado cómo fallarán los jueces, pero tiene pistas. “Vi que venían perros blancos. Perros blancos, amigos. Perros negros o culebras, enemigos”. Intuye que les irá bien.