No tiene absolutamente ningún sentido que, temprano por la mañana del jueves 22, varios funcionarios del Ejecutivo realicen llamados para que se desarrollen pacíficamente las movilizaciones callejeras si la Marcha por el Agua, la Vida y la Dignidad, desde que empezó el 8 de marzo, ha sido atacada por una escalada de violencia simbólica expresada en las palabras y en los gestos del presidente Rafael Correa y en la infame propaganda concebida por el régimen y pagada con dineros públicos. Esto es la doblez: hacernos creer que el gran poder propicia la neutralidad cuando, en realidad, ha preparado un terreno minado.

Escondida tras la amable imagen del anfitrión que “espera” con otra concentración popular a los marchantes indígenas y mestizos, se desnuda una concepción brutal del ejercicio del poder, que nos está corroyendo hasta por dentro de los hogares. La trampa, ¿o la mofa?, es que el hospedero afirma alistarse para recibir al visitante, pero, en verdad, está fabricando un ambiente de belicosidad que la marcha convocada por los indígenas no ha tenido desde que salió de Zamora. El presidente Correa no se comporta como un demócrata, aunque en la víspera de la llegada de la caminata a Quito haya insistido en que las contramarchas por él citadas pretenden defender la democracia.

Las actuaciones del gobernante, y las de sus acríticos allegados, no son una escuela de reconciliación. Por el contrario, son la fuente principal de generación de violencia simbólica en el Ecuador, pues han demostrado incapacidad para respetar a quienes portan una idea contraria, sea esta individual, como en el caso de los periodistas y columnistas de opinión, o social, como cuando determinados sectores de la sociedad deciden protestar amparados en la letra de la Constitución. La guerra no ha sido planteada como un desastre en el cual podríamos caer; para los administradores del poder, la clasificación tajante entre amigos y enemigos parecería ser el punto de partida.

La inteligencia de nuestros gobernantes está carcomida por una comprensión iracunda del poder que, con el justificativo de la legitimidad de las elecciones ganadas, erige como única validez una sola figura de cuyo ánimo depende el pulso de una ciudad, la suerte de un país, el destino de millones de ciudadanos. Esto es inaceptable. No puede ser que la vida cotidiana se someta a la voluntad, los gustos, las ideas, el humor y los sueños de un solo hombre o de un partido. Es vejatoria semejante falta de humildad. No es dable que, para afirmar una ideología, sea necesario destruir al otro, aunque esa sea la condición de la conflagración.

Un presidente que no se edifique como un genuino pacificador nos insulta y nos irrespeta a todos. Antes peleábamos contra las medidas económicas y las políticas antipopulares estatales; ahora batallamos a dentelladas entre nosotros. No estoy abogando por un manejo ingenuo. El mexicano Jesús Silva-Herzog Márquez, en La idiotez de lo perfecto: miradas a la política, escribe que “no hay política sin violencia. Pero tampoco hay política que sea pura violencia, puro conflicto, enemistad pura. Tan falsa es la política sin conflicto como la que es solo conflicto”. No sé hasta cuándo admitiremos una gobernanza cuyas acciones se regodean en la violencia.