No sé si la espada de Bolívar recorra América Latina, pero ciertamente la demanda asiática por minerales, principalmente China, lo está haciendo. La ecuación es simple, China es hoy la gran fábrica del mundo, abasteciendo artículos de consumo, pero cada vez más maquinaria y equipos; ese país es relativamente pobre en minerales; tanto multinacionales como empresas de ese país se han lanzado a responder a las necesidades del gigante asiático; nuestra región, especialmente al sur de Panamá, es rica en yacimientos. De pronto, el extractivismo se ha vuelto el común denominador de casi todos los países sudamericanos, independientemente del modelo de desarrollo que persiguen. El buen presidente Mujica ha abierto la explotación de hierro en Uruguay; el gobierno del presidente Santos ha declarado la minería una de sus locomotoras de desarrollo; Kirchner y Piñera tienen ya a las tres mineras más grandes de salmueras de litio, SQM, Chemetall y FMC Lithium, operando en Chile y Argentina; en fin, el Perú de los gobiernos de Fujimori, Toledo y García y cada vez más, Humala, han convertido su país en una potencia minera. El Brasil de Rousseff, la Bolivia de Morales, el Paraguay de Lugo y claro está la Venezuela de Chávez, tienen todos grandes proyectos mineros. Así que la suscripción ecuatoriana con la empresa China Ecuacorrientes para explotar el yacimiento Mirador es solo el último contrato y seguramente no será el último ni en Ecuador ni en la región.

La minería no tiene pues ni fronteras geográficas ni políticoideológicas, están en países con gobiernos neoliberales, en aquellos posneoliberales del socialismo del siglo XXI y aquellos donde prevalecen gobiernos socialdemócratas. Todos hacen de la minería puntal de su desarrollo, argumentando que dichos recursos son imprescindibles para financiar las inversiones sociales y de infraestructura que necesitan nuestros países y responder a las demandas de sus ciudadanos. Todos los gobiernos, claro está, aseguran que se han hecho todas las evaluaciones y análisis de impacto ambiental y que se han tomado las medidas para mitigar sus efectos.

El problema es que en casi ningún país ni el mensaje ni el mensajero son creíbles, pues suenan en la mayor parte de casos a razonamientos justificatorios ex – post; las entidades a cargo de la evaluación del impacto ambiental, no tienen ni el nivel técnico ni la independencia frente a los gobernantes. En consecuencia, a la par que recorren América del Sur empresas ávidas de subirse en esta locomotora de carbón, lo hacen también protestas, reclamos, caminatas y plantones, que es la otra cara de la expansión minera. En ellas, los pueblos indígenas y las comunidades rurales tienen liderazgo central. Es que la minería amenaza recursos fundamentales de sus territorios y su forma de vida.

¿Qué hacer en este contexto? Me gustan las propuestas de Carlos Monge: necesidad de un diálogo nacional sobre minería; fortalecimiento independiente de las entidades que hacen evaluación de impacto ambiental; una ley de ordenamiento territorial sustentada en una estrategia de zonificación económica y ecológica y, por lo tanto, excluir ciertas zonas de la minería; cambios en los procedimientos de adjudicación de concesiones, que incluya supeditación al ordenamiento territorial y a las consultas obligatorias; y, una indicación clara de las competencias de los gobiernos descentralizados autónomos sobre minería. Esta propuesta contempla la posibilidad de parar ciertos proyectos en razón a los daños que producirían.