ESPAÑA

Mientras reflexionaba sobre cómo explicar a los lectores la situación que en España atraviesan las personas de entre 20 y 30 años, me vino a la cabeza el concepto alemán zeitgeist, traducible por “espíritu de una era”. En este caso, diríamos mejor el de una generación, la mía, que resumiría así: desazón, rabia, impotencia. Pero también conciencia, solidaridad, rebeldía. Una mezcla tan confusa como nuestro propio país. A la gente de mi edad no nos faltó casi de nada gracias a los muchos sacrificios por los que pasó la anterior, que vio salir al país de la dictadura, instalarse en la democracia y mirar hacia el futuro, que ya está aquí y es como sigue:

Según datos oficiales, la tasa de paro entre menores de 25 años llega al 48,56%. Hay 5’273.600 de parados (una tasa del 22,85%) y 1,5 millones de hogares sin ninguna nómica para mantenerse. Los desahucios se suceden dejando familias enteras sin casa y, por si fuera poco, con deudas de miles de euros con sus bancos –según la ley, la entrega de la vivienda no exime de continuar pagando la deuda–.

Los españoles volvemos a emigrar, aunque por razones bien distintas. Solo el 2011 más de 50.000 personas, muchas de ellas jóvenes con educación superior, dejaron atrás este barco que hace aguas por todas partes. El mercado español no los quiere, y nos preguntamos para qué tanto esfuerzo, formación, tiempo, y tanto sacrificio de nuestros padres para darnos una educación, si estamos económica y socialmente peor que al principio.

¿Cómo saldremos de la crisis si los más preparados se van o se ven obligados a trabajar en lo que sea por míseros sueldos? La respuesta del gobierno no parece la más propia de una democracia. La reacción política y mediática ante el Movimiento 15 de Mayo, que el año pasado tomó las plazas de decenas de ciudades y cuyos ecos llegaron a todo el globo, sería una buena metáfora de lo que ocurre a nivel político, donde los escándalos de corrupción son de dominio público. Y si el público muestra su oposición, se le criminaliza y reprime. Quienes manejan el presupuesto del país lo derrochan alegremente, muchas veces en su propio beneficio y el del mercado, nuevo árbitro político, mientras nos dicen que la situación es grave y que tenemos que apretarnos el cinturón, trabajar duro y agachar la cabeza.

Lo grave es que para muchos jóvenes –y no tan jóvenes– la vida política y la democracia empiezan a perder significado y lógica al calor de los hechos y las cifras. En las últimas elecciones generales la tasa de abstención llegó al 28,31% (9’710.775 personas), cifra significativa que debiera poner en cuestión la representatividad de los que nos gobiernan. Aclaro que, en muchos casos, el no acudir a las urnas significa un meditado y lógico rechazo de un sistema democrático del que nos sentimos totalmente al margen y en el que sabemos, porque lo hemos vivido, que la justicia es que se silencien voces que claman por sus derechos constitucionales mientras se absuelve a políticos corruptos. De ahí ese coreadísimo “Que no nos representan”. La juventud pierde la ilusión mientras ve cómo su educación se precariza y se juega con su futuro.

Una esperanza: mantener vivo ese espíritu de rebeldía que nació el 15 de mayo y que se cuestiona como nunca antes las bases mismas del sistema que nos ha arrastrado hasta aquí. Si lo piensan, la humanidad ha vivido mucho más tiempo bajo regímenes verticales que en una democracia; sin embargo, esta se impuso gracias a situaciones de ruptura como la que atravesamos. Y como casi siempre, la juventud encendió la chispa de esos cambios. Nuestra generación sabe informarse, somos muy conscientes de nuestros derechos, de lo que es justo o injusto. Y por eso, tampoco tenemos miedo.

Estas dos fuerzas son las caras de nuestro zeitgeist. De nosotros depende tener el valor de ofrecerle algo mejor, pero esta vez de verdad, a los que vendrán.