“Históricamente ha sido notorio el secuestro político en que ha estado siempre sumida la Función Judicial (...) lo que permitió que se institucionalice una verdadera barbarie judicial, (…) irrespetando la Constitución Política, la Ley Orgánica de la Función Judicial y el Sistema Procesal Penal ecuatoriano, contrariando tales preceptos…”

“…por lo que constituye un acto de irrespeto al Estado de Derecho imperante (…) y un atentado a la seguridad jurídica que se haya iniciado un juicio penal y que se encuentre vigente, vislumbrándose claramente la persecución judicial y política insaciable(…), rompiendo de esta manera la seguridad jurídica que no es patrimonio únicamente de los ecuatorianos sino de aquellos que se proclaman como estados democráticos y que encuentra respaldo no solo por la Constitución sino por los tratados y convenios internacionales debidamente ratificados por el Ecuador y que es una vergüenza nacional que por saciar apetitos personales se los haya irrespetado, demostrando una vez más el canibalismo político en el que ha estado sumida lamentablemente la justicia, pues no es concebible que el derecho penal de ultima ratio se lo haya utilizado para saciar venganzas personales”.

“…De lo señalado, se infiere que el caso que nos ocupa siempre estuvo rodeado de estos vaivenes políticos, pero que la administración de justicia debe separarlos para siempre en aras y respeto de la majestad de administrar justicia y como en efecto así se lo hace en este pronunciamiento, libre de toda injerencia y únicamente aplicando las reglas de la sana crítica y los dictados de la conciencia del suscrito juez”.

Son algunas reflexiones que ha hecho el juez Ulloa en el histórico, aunque tardío fallo que acaba de cerrar uno de los casos –el del ex vicepresidente Dahik– más emblemáticos de persecución política mediante la justicia.

No solo que no hemos aprendido del grave daño que significó usar a la justicia para perseguir adversarios políticos sino que semejante aberración ahora se ha convertido en parte de nuestra geografía institucional. En efecto, la reciente declaración de un alto funcionario público de que gozando el primer mandatario de un 70 por ciento de popularidad (al menos según él) no hay que extrañarse del hecho que, así mismo, 14 de los magistrados recién designados sean simpatizantes del Gobierno, semejante reconocimiento, confirma la sospecha de que hoy asistimos simplemente a la renovación del servilismo judicial, no a su final.

En un mundo cada vez más regulado por el derecho internacional situaciones como esta no pasan ignoradas. La ausencia de independencia judicial y la manipulación judicial constituyen una seria violación a garantías plasmadas en instrumentos internacionales tan graves como el desconocimiento de derechos sustantivos como el de libre expresión; hechos por los que luego los responsables deberán rendir cuentas.

Cuando la fiesta termina, cuando el poder de los dueños del país que en su momento alentaron la persecución política mediante la justicia se desvanece y sus apetitos son saciados, son otros los que terminan pagando los platos rotos de la fiesta, de una fiesta que no nunca fue propia.