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Como si se tratase de un deber cívico, me alisto con prolijidad. Con puntualidad poco característica del guayaquileño promedio llego con tiempo a un teatro copado de un público expectante, riéndose a destiempo de los videos que aparecen a los costados de la sala. La música suena mientras las cortinas develan a una mujer destrozando el castellano; es La Mofle.
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