EGIPTO

“Yo no quiero vivir en un país en el que no pueda expresar abiertamente mis opiniones”. Con esa frase contundente, Sherif, un joven ingeniero egipcio, expone el motivo por el que se unió a las protestas de la Plaza Tahrir en pleno centro de El Cairo desde enero pasado.

Los egipcios hemos aprendido a darnos las vueltas para poder decir lo que pensamos y ya es tiempo de poder opinar sin tapujos, ¿qué pasará ahora? ¿habrá elecciones?... Solo los militares de la Junta de Gobierno lo saben, estamos en sus manos, y nuestra única opción es salir a la Plaza, reflexiona en voz alta, mientras conversamos en un café.

Sherif trata de explicar los sentimientos encontrados de la sociedad cairota, siete meses después de que se iniciaran las masivas manifestaciones que, con mártires de por medio, lograron derrocar al gobierno de Hosni Mubarak, que había instaurado un régimen de opresión y corrupción por más de 30 años, a vista y paciencia de sus aliados occidentales, que lo consideraban clave en el conflicto palestino-israelí.

“Muchos seguimos contentos con lo logrado, sabemos que será un proceso difícil y no vamos a dar marcha atrás; pero otros quieren que ya se levanten las protestas, pasar la página y que el país vuelva a la normalidad entre comillas”, añade.

En el fondo, la normalidad se traduce en la situación económica. La dramática caída del turismo, uno de los principales ingresos del país, que recibe a más de 14 millones de personas al año, es la dura realidad a la que se enfrentan los egipcios. Las autoridades ya han tenido que rever sus previsiones de crecimiento económico a la mitad y están a la espera de los fondos de ayuda prometidos.

“Welcome, welcome to Egypt”, es la frase que tienen a flor de labios los cairotas cuando ven a los extranjeros deambular por su caótica ciudad. Ahora también añaden la palabra “libertad” y la dicen con orgullo a los pocos que nos hemos atrevido a ir a su país.

Casi siempre la conversación con ellos gira alrededor de la libertad y de la democracia, pero también de las desigualdades y la gran probreza reinante en este país de 80 millones de habitantes, una carencia que el esplendor de su pasado de faraones no logra esconder.

En la Plaza Tahrir, una gran explanada circular donde confluyen pasos a desnivel y grandes vías, hasta hace pocos días, el ambiente era de esperanza. Una vez que se lograba pasar los controles instaurados por los revolucionarios, que aún controlaban la Plaza, se podía distinguir a comunistas, progresistas, liberales, musulmanes intregristas, en su mayoría muy jóvenes, junto a teatreros, cantantes y otros artistas que acampaban en la plaza, cada uno con sus carteles.

“No fotos, no fotos”, es la advertencia general, pero la conversación fluye enseguida, de la mano del pedido de pintarle a uno en el brazo la bandera egipcia con el número 25, en referencia al 25 de enero, cuando comenzaron las protestas en la ya famosa Plaza. Por la noche son los encuentros políticos que van a la par de los conciertos.

Al noroeste de la Plaza se distingue un edificio saqueado y quemado, la sede del partido de Mubarak, considerado el símbolo de la opresión.

¿Podrán mantener su revolución y encontrar la vía para una mayor participación democrática? Una vez que el objetivo único desapareció y Mubarak aparece enfermo y enfrentando juicios, la unión y solidaridad que mantenía compacta a las varias corrientes podría desaparecer para dar paso a las riñas partidistas. Frente al proceso de elaboración de una nueva Constitución, cada grupo quiere ver expresadas ahí sus preocupaciones.

En esa línea, el pasado 29 de julio, los fundamentalistas islámicos llegaron por miles a El Cairo para la manifestación de ese viernes, pocos días antes del Ramadán, la fiesta religiosa más importante para los musulmanes. Llegaron con su mensaje que Egipto tenía que ser un estado islámico, propuesta que no atrae para nada a los revolucionarios laicos.

Existe además el temor de que con una ley de elecciones que favorezca a las minorías, muchos partidarios de Mubarak logren curules en el Parlamento reconvertidos a la democracia y amparados en pequeños partidos.

Los militares del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, que son quienes verdaderamente controlan el país porque son la institución más poderosa gracias a los miles de millones de dólares que reciben de Estados Unidos y sus eficientes servicios de inteligencia, no dan señales de querer acelerar el proceso para el relevo del poder.

En uno de sus últimos comunicados, que son muy pocos, más bien acusaron al Movimiento 6 de Abril –básicamente laico y de resistencia civil– de haber recibido financiamiento y entrenamiento extranjero. Y por supuesto, ya retomaron el control de la simbólica Plaza.

Uno de los líderes de la protesta resume bien la situación: El problema es que quienes hicimos la revolución no estamos en el Consejo de Gobierno.

Y la censura aún continúa. Una presentadora de la televisión privada fue despedida por haber osado tratar irrespetuosamente a uno de los generales del Consejo, dijeron los militares, cuando simplemente lo cuestionó en una entrevista.

Por eso la frase de Sherif, estamos en las manos de los militares, tiene mucho sentido.

Los revolucionarios intentan aún realizar una nueva demostración de fuerza en las calles, ahora que los militares los expulsaron de la Plaza Tahrir, para recordarles al Consejo Supremo y al Gobierno que, como dice una frase de una de las camisetas que se venden en la Plaza: “El poder de la gente es mucho más fuerte que la gente en el poder”.