El exsacerdote Juan Manuel Bazurko no recordaba el aniversario del milagro futbolero. El nombre del Barcelona Sporting Club le parece algo lejano. Cuarenta años son muchos, pero son los que tiene de haber entrado en la gloria junto a sus compañeros de peregrinación en La Plata, Argentina.

El 29 de abril de 1971, Bazurko, tras una combinación de Jorge Pibe Bolaños y Alberto Spencer, anotó un gol que lo inmortalizó. El de la victoria 1-0 sobre Estudiantes, tricampeón de la Copa Libertadores, en la primera derrota de ese equipo como local en la historia del certamen. Es la gesta bautizada como la ‘Hazaña de La Plata’.

De 67 años, jubilado hace cinco y afincado en San Sebastián (España), Bazurko amortigua el elogio cuando le recuerdan su protagonismo en la proeza, en semifinales de la Copa: “Fue algo anecdótico, son cosas que tiene este deporte”.

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No convierte nada en trascendental, pero el Botín Bendito vibra al rememorar el tanto ante Estudiantes. “Fue puro toque. Aguanté al portero (Gabriel Bambi Flores) lo más que pude y eché el balón al otro lado de donde él venía (a achicar el ángulo), suave, suave. Los argentinos no lo podían creer”, dice el vasco. Cerca 30.000 almas enmudecieron en el estadio.

En la memoria de Bazurko hay algunos nombres propios: Spencer: “un fenómeno”; Bolaños: “un grande para driblar”; Vicente Lecaro: “tenía un juego elegantísimo”. Pero fueron doce, como los apóstoles, los que, incluidos el cura Bazurko y los tres mencionados, los que actuaron esa noche memorable: Jorge Phoyú, Walter Cárdenas, Édison Cacho Saldivia, Luciano Macías, Pepe Paes, Washington Muñoz y Miguel Ángel Coronel, que luego fue reemplazado por Anderson Hurtado.

La última vez que Bazurko se reencontró con sus compañeros toreros fue en el festejo de los 25 años de esa victoria, en Guayaquil. Luego, perdió el contacto y no volvió a subirse en un avión porque les teme.

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Su mundo ha sido, desde siempre, el área pequeña. De niño jugaba en una cancha que parecía más bien un lodazal. Y metía goles, “de los buenos”. “No es lo mismo empujar el balón que lo que hacía yo, que era tirar desde 20 metros de distancia o hacer sombreritos”, comenta orgulloso.

Bazurko y sus botines benditos, los que sirvieron para marcar un gol que estremeció a Ecuador, nació en Motrico, una localidad a la vera del mar Cantábrico. Con 20 años renunció a la vida secular (no al fútbol, Real Sociedad intentó ficharlo) para convertirse en sacerdote. Le destinaron a la parroquia de San Camilo, en Quevedo.

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Detrás de esos andares pausados que recorrían las aceras cercanas a la iglesia de San Cristóbal se escondía un feroz delantero. Probó suerte, sin descuidar sus deberes, en el Deportivo San Camilo, el club local.

Con sus goles y su Biblia pasó a Liga de Portoviejo, una escala antes de llegar a Barcelona. Fue cuando llegó a sentirse parte de una misión “en el fútbol de verdad”, como cuando creyó que lo suyo era el sacerdocio.

“Yo siempre jugaba confiado, no me temblaban los pies al salir, aunque lo del Barcelona me lo planteé como un reto personal”, apunta. El brasileño Otto Mandrake Vieira, estratega de los amarillos en 1971, tuvo sus dudas cuando lo contrataron para jugar la Libertadores ante Emelec y los colombianos Deportivo Cali y Junior.

“Pero si yo no quiero un padrecito, sino un goleador”, le comentó el entrenador a uno de los directivos canarios. Bazurko ríe al recordar la anécdota o al repetir una de las frases recurrentes gritadas desde las gradas del estadio Modelo, cuando Vieira le condenaba al banquillo: “¡Oye... mételo al padre, que ese sí hace goles!”.

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La fama le alejó de las canchas. “Lo del Barcelona era mucho bullicio y la prensa me perseguía demasiado. ¡Es que era una cosaaaa...!”. Colgó las botas y luego, en 1973, el hábito porque “dejé de creer en la institución eclesial, era insufrible”, reconoce en confesión.

Cuando volvió a su natal Guipúzcoa se dedicó a la docencia en un instituto de enseñanza media. Se casó con Rosa, que le dio dos hijos, Isaro y Adur. Desde hace poco más de un lustro se despierta a las 09:00, la hora, como él dice, “del jubilado”.

“Pero no se confunda, no estoy desocupado”, advierte. Bazurko agota las horas cultivando tomates en su huerta. Ayuda en los quehaceres del hogar. Escucha ópera. Lee los libros que se acumulan en su mesa de noche. Disfruta de algún “partidillo que echan en la tele”. Le gusta cómo juega el Barcelona (el de España, pues del de Guayaquil no tiene noticias).

Repite como una letanía que está “viejo, cansado, con los primeros achaques de la edad”. Y disfruta de caminar solo hacia la playa de Zurriola, en San Sebastián. Así es el trajinar del legendario Botín Bendito, sin más prisas que las que marca el reloj biológico.