En días pasados mi hijo, un cinéfilo consumado, me invitó como tantas otras veces al cine. “Papi, están dando una película dirigida por Fernando Mieles: Prometeo Deportado. Me han dicho que es muy buena”.

A regañadientes accedí a acompañarlo. No es que no me guste el cine, por el contrario, siempre fui muy aficionado a él hasta que se cerraron las salas tradicionales y abrieron las nuevas micro-salas de cine. Ahora es más complicado ver películas, en especial si estás sentado en la primera fila del cine. Eso sí, tampoco falta un desconsiderado que al grito de “está ocupado”, se adueña de cinco o seis asientos.

Al final uno termina donde comenzó, sentado al pie de la pantalla de proyecciones. Pero en esta ocasión, el dolor que me dio en la nuca por estar en la primera fila, valió la pena.

Publicidad

Lo primero que me llamó la atención de Prometeo Deportado fue ¿qué tienen en común un mago, un escritor, una modelo y un campeón de natación de aguas abiertas que se hallan estancados en una sala de espera de un aeropuerto?

Pues bien, el filme es una consecución de metáforas muy interesantes. En particular hubo una que llamó mi atención más que las demás. Se trataba del nadador, del deportista que Mieles plasma en la película.

En una de las primeras escenas del largometraje vemos cómo este nadador es arrastrado por las consecuencias, y termina junto a un grupo de migrantes ecuatorianos en una sala de estar de un aeropuerto del primer mundo.

Publicidad

Él viajó hasta aquel lugar con el propósito de competir en un certamen internacional y de haber tenido los recursos suficientes se habría trasladado por otra vía sin sufrir ese predicamento. Su primer impulso, antes que solucionar su situación legal, es la de entrenar por sobre todas las cosas.

Los deportistas de élite son, por general, personas obsesionadas con el cumplimiento de sus rutinas de trabajo. Los atletas dejan de lado todo por alcanzar su objetivo, pero ¿a qué precio? Ser un deportista de élite conlleva una alienación de la comunidad para conseguir un desprendimiento total de las responsabilidades, a una vida de egoísmo. Al menos esa es la interpretación del director.

Publicidad

Esta vida de egoísmos se evidencia en la película cuando, haciendo fila para adquirir comida, él pide más alimentos porque tiene “que reponer sus energías”, a sabiendas que, detrás de él, hay otras personas también con hambre.

Él dice, en varias ocasiones, que sus logros individuales son la esperanza de la patria, cuando en realidad sus triunfos no son colectivos, sino solo de él. Él, el deportista, destina un espacio del lugar para su entrenamiento, un espacio que podría ser usado para que más personas puedan dormir cómodas.

Esto es una metáfora sobre el despilfarro de recursos económicos que se invierten en la construcción de escenarios deportivos “descartables”.

De todos los personajes de la película, el deportista es el único inútil. El único no indispensable para la sociedad. Es el único desechable en este conglomerado de personajes que, de una u otra forma, señalan nuestra idiosincrasia.

Publicidad

Pero cuando la situación más caótica golpea a esta comunidad, la enajenación del personaje es lo único que hace que el mismo pueda salvarse de todos los elementos que destruyeron a la sociedad que formaron (entiéndase por esto el instante en el que la turba, hambrienta y desesperada, es dispersada por las fuerzas de la ley).

Su alejamiento de la sociedad hizo que no salga perjudicado, le dio las fuerzas suficientes para tomar el poder y aquí la última metáfora del personaje, “el más fuerte es el que triunfa”. Triunfó sobre los no necesarios, que se desgastaron luchando entre ellos sin un norte.

Vaya a verla, analice Prometeo Deportado. Saque sus propias conclusiones de porqué usted se ríe y de porqué, no. Si le agradó, qué bien; y si no, bueno. Apoye al cine ecuatoriano con la compra de su boleto.