Cecilia Ansaldo Briones
Desde que ando engolosinada con la obra de Mario Vargas Llosa, algunos temas se conectan entre sí y se integran al gran mosaico mental que me acompaña. En esta semana partida con una fecha tan importante como es la del 25 de noviembre y su repercusión en el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, hago la conexión inevitable. En La fiesta del chivo, el flamante Premio Nobel cuenta con precisas palabras la acción política de esas heroínas dominicanas –Minerva, Patria y María Teresa Mirabal– cuyo vil asesinato fue otra de las infamantes acciones del dictador Trujillo.

Minerva es construida como personaje, de paso, dentro del remolino de acciones que llenan las elocuentes páginas de esa novela. El escritor le atribuye inteligencia, fortaleza, habilidad expresiva, belleza, y la hace actuar de tal manera que su tesón y lucha simbolice “ese país joven, bello, entusiasta… que algún día sería la República Dominicana”. Numerosos autores se han valido de la feminidad para crear metáforas mayores. De la figura de la mujer se ha creado vínculos con la luna y sus tres rostros (mitología griega), con la madre tierra nutricia (la Pachamama), con la selva devoradora, con la llanura amplia. En la novela que menciono, también es un personaje femenino, Urania Cabral, el que representa el mayor ultraje que se le puede hacer a una persona y a una colectividad.

Sin embargo, la mujer goza y sufre condiciones que parecerían planear sobre su realidad sexual y genérica. Desde en su constitución física –peso, tamaño, capacidad reproductora– hasta en su encaje en esa construcción cultural que se llama feminidad, está situada en una dimensión que se considera vulnerable. Se me dirá, en algunos momentos todos los seres humanos lo somos, y es cierto. Pero la mujer, culturalmente dibujada y con una historia de valores y roles por detrás, todavía es un ser que se abre camino entre una telaraña de preconceptos, motivadores de conductas que se defienden como justas. Así, las hijas son más cuidadas y protegidas que los hijos; se espera de ellas unos comportamientos limitados, unas fidelidades a “principios” eternos.

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Lo cierto es que en las mujeres se ha cebado la violencia. Como si fuera la otra cara de la moneda del discurso sublimador y galante, tal vez vista en su contextura más pequeña o menos fuerte que el varón, ella ha sufrido la sujeción, el vejamen, la golpiza. Y ha sido repetidamente –hasta como táctica de guerra– violada. Hoy se sabe que las hermanas Mirabal, apresadas por actividad subversiva y luego liberadas como gesto de condescendencia del tirano, fueron torturadas y violadas en la prisión. Según Vargas Llosa, Minerva jamás hablaba de eso. Tocada en lo profundo de su cuerpo, sometida por el deseo ajeno e invasor, la mujer violada jamás se repone de la afrenta. La herida psicológica sangra siempre.

Esa expresión de violencia es brutal. Solamente es mayor la que quita la vida. Las Mirabal murieron sofocadas con pañuelos y apaleadas para que sus cuerpos mostraran las huellas de un montado accidente dentro de un vehículo. Desde que la ONU resolviera en 1999 que su recordación cada 25 de noviembre, movería la conciencia universal sobre esta repugnante violencia, han crecido enormemente las iniciativas que trabajan por erradicar esa prerrogativa masculina (hubo en la Colonia legislación a favor del castigo que los maridos podían imponer a sus cónyuges). Los rezagos de ella siguen infestando la vida, por eso toda política pública al respecto debe ser bienvenida. Todo esfuerzo educativo familiar, también.