Pedro X.Valverde Rivera
¿De qué sirve un parque hermoso si los niños no pueden salir a jugar? ¿De qué sirve un carro nuevo si no puedo pasear? ¿De qué sirve tener dinero si no puedo sacarlo del banco? ¿De qué sirve una revolución de ideas si morimos en la calle antes de poder decirlas?

Estas y otras preguntas retumban en la cabeza de los ecuatorianos cada vez con más fuerza. La violencia ya dejó de ser un hecho aislado o una anécdota de reunión social esporádica. Se trata de la realidad de todos. Vivir con temor es nuestro día a día.

Los ciudadanos que aún tenemos trabajo y algo de patrimonio que proteger, nos angustiamos. Los que además tenemos familia, nos angustiamos más. Quienes tenemos fe, nos encomendamos a Dios cada día para no ser parte de las estadísticas del terror.

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Lo dijo el alcalde Nebot, como una premonición del futuro, cuando se desbarató el plan de seguridad de la ciudad: Se “…pone en riesgo la vida y los bienes de quienes vivimos en Guayaquil…”.

Crónica de una muerte anunciada, tomando con respeto las palabras de Gabo. Solo nuestros administradores centrales y sus marionetas locales no pudieron ver lo que se venía. O no quisieron verlo. Lo más importante parecía ser el nombre de quién aparecía en la campaña de publicidad, o en las noticias. Solo querían ganarse los méritos. Querían los puntos para las encuestas. En ese entonces la confrontación daba réditos. La batalla enfiló los cañones hacia el sitio equivocado. No era Nebot el enemigo a vencer.

El enemigo verdadero se reía y festejaba la ceguera de los que elegimos para protegernos. Nadie pensó en el común ciudadano que cruza la calle o compra en el supermercado. En el que no tiene guardaespaldas ni agentes para seguridad personal pagados por los ecuatorianos.

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Hoy, en cambio, vidas de inocentes de por medio, se voltean sin saber qué hacer. No hay a quién echarle la culpa esta vez. Asumieron una gestión con prepotencia y gritos. Se desarmó lo que había para no armar nada, para no hacer nada. En lugar de construir sobre lo hecho, se tumbó todo y se armó un castillo de naipes. Reuniones, planes y cortes de cintas que no nos han servido para nada. Sacar a los militares a “meterle miedo” a los ladrones ya no es una opción válida. Son tan predecibles las soluciones que podríamos escribir una lista de cinco líneas… pero trabajo serio y organizado no hemos visto, hasta ahora.

Hoy ante su fracaso, callan y agachan la cabeza. Se les fue de las manos el tema. Ahora ya nadie puede controlar una delincuencia que sale libremente, mientras la gente de bien duerme encerrada en su casa.

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Se les olvidó que la vida de los ciudadanos es más valiosa que cualquier política de Estado, que cualquier enfrentamiento verbal, o que cualquier triunfo electoral.

Lo están reconociendo al ver llorar a los padres de las víctimas. Al ver el dolor de las familias que lo pierden todo. Al darse cuenta de que también podrían ser sus hijos los que mueren tendidos en la calle.

A quienes ya tienen las manos manchadas de sangre de vidas inocentes, por sus decisiones torpes y egoístas, por favor ya basta.

Nadie ganó, ¡perdimos todos!

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Esperamos con desesperación que esta vez sean sinceros los acuerdos y se trabaje en conjunto, como debió ser desde el principio.