Simón Pachano
Uno de los rasgos de la sociedad norteamericana que más le impresionaron a Alexis de Tocqueville, el autor de La democracia en América, fue la extraña combinación entre la religiosidad y la apertura del pensamiento. Se sorprendía al ver a unas personas que en lo cotidiano actuaban como fieles que regían sus vidas privadas por estrictos preceptos de la Iglesia y que no encontraban problema en aceptar los avances de la ciencia y adaptarse a ellos. Desde la perspectiva de un francés que traía la carga histórica de las guerras político-religiosas, era casi impensable que se pudieran juntar en una misma persona las dos características. Sin embargo, él fue lo suficientemente intuitivo para comprender que ello no solamente era posible, sino que además constituía una de las explicaciones del arraigo que había tomado la democracia en los todavía jóvenes estados norteamericanos.

A partir de Tocqueville se comenzó a considerar que la manera de entender y practicar la religión en el norte de nuestro continente tenía un efecto democratizador. Ella impulsaba la formación de una comunidad en la que sus integrantes se reconocían como iguales. La ausencia de un orden jerárquico en la estructura de la Iglesia –totalmente diferente a la de sus parientes católicos, con el Vaticano y la infalibilidad del Papa– era un elemento determinante en ese sentido. Así mismo, a partir de esa percepción se comenzó a valorar el peso de la actividad religiosa en la organización de la sociedad. Las acciones desarrolladas por las asociaciones de feligreses, que se reunían para los fines más variados, pasaron a ser columnas de lo que más adelante se conocería con el pomposo nombre de sociedad civil. Sin mayor interés por la política, aquellas personas se involucraban en la vida pública por medio de la acción directa en los problemas del barrio y de la ciudad.

Desde aquel entonces se ha mantenido esa extraña forma de convivencia de lo religioso con lo público y lo político. La religión proporcionaba gran parte de la ética que se transmitía a las otras esferas, pero no intervenía en la formación de las creencias ni ponía límites al pensamiento. Basta revisar los documentos elaborados en torno a la Constitución de Filadelfia para apreciar cómo convivían las invocaciones a Dios con los principios del iluminismo europeo. Washington, Franklin, Hamilton, Jefferson o Madison nunca habrían pedido a alguna persona que renunciara a sus principios religiosos por la adscripción a la masonería, o viceversa.

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Sin embargo, ahora después de casi ciento ochenta años, hay señales de ruptura en esa saludable tradición. Un trasnochado grupo, por suerte hasta el momento minúsculo, el Tea Party, ha descubierto que todos los problemas del mundo se derivan de la preeminencia del pensamiento libre y de los avances del conocimiento y la ciencia. En el oscuro espacio que queda más allá de las fronteras de su aldea reina el demonio. La integración racial es un pecado y los inmigrantes son una maldición. Como para darle la razón a Tocqueville cuando hablaba de la democracia con “pesimismo esperanzado”.