Son casi las diez y media de la noche. Estoy desorientado porque los ladrones también me han arrebatado los lentes en el taxi amarillo en el que regresaba a casa. Los Vergeles –donde he sido abandonado y amenazado de recibir un balazo si intento mirarlos– ni siquiera aparece en el plano turístico de la guía telefónica de mi puerto natal. Tres horas antes, en el acto de inauguración de la Feria Internacional del Libro Guayaquil 2010, la ministra de Cultura del Ecuador dijo –entre otros interesantes tópicos– que el proceso social por el que atravesamos tiene como norte una segunda independencia.

Cinco décadas atrás, la idea de segunda independencia le imprimió a la Revolución cubana un sello patriótico y nacionalista. La Revolución era entonces sinónimo de absoluta seguridad ciudadana. Por eso los discursos que se ofrecen en una feria cultural, cuando no pueden mantenerse en los andariveles de la sobriedad y la sensatez, corren el riesgo de transformarse en palabrería; y una feria del libro deja de ser una oportunidad para vender libros y se vuelve un toldo donde se ferian las palabras, con transacciones que además dilapidan los conceptos.

En el mismo acto la asambleísta oficialista Aminta Buenaño –¿por qué está en la mesa directiva?– declama una telenovela con lugares comunes que raya en la cursilería, y plantea que, con esta actividad librera, Guayaquil es ya un espacio de cultura en época de revolución ciudadana. Pretender que estamos en revolución, sin considerar la zozobra cotidiana en que habitan los guayaquileños, luce como parte de un mercadillo verbal constituido sobre una creencia deformada. El Observatorio de Seguridad Ciudadana señala que en Guayaquil se reportan diariamente dos casos de secuestro express, pero la ocurrencia del delito es inmensamente mayor.

A pesar de la facilona retórica del poder, de cualquier ideología que sea, actualmente Guayaquil no es una ciudad cultural. Comparada con la dinámica que impuso el puerto de las primeras décadas del siglo XX, nuestra urbe es un conglomerado a la zaga del movimiento editorial y artístico, por ejemplo, colombiano o peruano. En el país no contamos con ciudades que tengan la proyección cultural de Lima o Bogotá. Pero la tarima es irresistible para obviar, con proclamas de segunda independencia y revolución ciudadana, un contexto amenazador que contradice cualquier existencia de una revolución.

Guayaquil experimenta una peligrosidad de la que son responsables las administraciones socialcristianas –en las que Buenaño laboró antes de mutar a comandante insurgente– y de la que es corresponsable, ahora que tiene tantísimo poder y presupuesto, el gobierno del presidente Rafael Correa. ¿No se debe esta extendida inseguridad al hecho de que las autoridades nacionales y locales –alcalde, concejales, gobernador– no han sido capaces de concretar juntas, por encima de rivalidades de partido, un plan efectivo de seguridad?

Lo revolucionario es eliminar la delincuencia que impide la franca convivencia en comunidad. Liberarnos de ese temor es la base que posibilita construir cultura y civilización. Esto haría que no se ferien las palabras porque estas son útiles para bautizar con prudencia las realidades. Las cosas que nos arranchan los asaltantes se van recuperando poco a poco. El vocablo revolución, si es feriado, genera un sentimiento de incredulidad y desconcierto, y recuperar su significado cabal tendrá un costo incalculable.