En Guayaquil, al mediodía, a 30°C, en el centro de la ciudad, es común ver a peatones buscando cubrirse de los rayos del sol en las sombras de los edificios, comprar botellas con agua, beber un poco y después echársela en la cabeza, protegerse el rostro con algún papel que lleven en la mano o solo con la mano. El calor intenso hace huir e incluso renegar a sus habitantes, menos a uno, a uno ancestral, la iguana verde.

Este reptil, al contrario de los guayaquileños, al sentir calor, baja del árbol, se ubica en un sitio despejado, toma una pose erguida y, con la cabeza levantada, mostrando completamente el pliegue debajo de su garganta, se queda estático durante al menos una hora. Lo hace porque como todo reptil tiene la sangre fría y necesita del sol para restablecer las energías que gasta al buscar alimento.

La iguana verde, también conocida como iguana de Guayaquil, por la abundante población que habita en esta ciudad, está ampliamente distribuida en las zonas tropicales, especialmente en el bosque seco, desde México hasta Argentina, pero, según explica Nancy Hilgert, bióloga que ha estudiado a la iguana verde y su hábitat, es en esta ciudad donde se registra una convivencia más cercana con la especie, pues al no ser un animal que sirva para alimento, generalmente, este no ha sentido la amenaza del hombre e incluso se le acerca.

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Si alguien se pregunta si la iguana es una migrante más en esta ciudad conformada casi por completo por población foránea, la respuesta es no. Ella ya habitaba esta tierra desde antes de la fundación. Pero la pregunta que sí cabe es: ¿por qué continúan aquí?, si el sitio al que ellas llegaron, lleno de esteros saludables y árboles de sauce, cuyos frutos son su alimento favorito, se ha ido reduciendo año tras año y los bosques secos que ellas conocieron se transformaron en barrios, ciudadelas, urbanizaciones; si sus cuerpos de agua se convirtieron casi por completo en calles muy transitadas y los pocos espacios verdes fueron cercados.

“Se quedaron porque Guayaquil está rodeada de agua, porque los parques están muy cerca de la ría y porque las personas, generalmente, no las persiguen, ni mucho menos se las comen”, responde Hilgert.

Un ejemplo de convivencia entre el ser humano y la iguana se observa en la Base Naval San Eduardo, en la av. Barcelona, donde se exponen pequeños carteles que indican: “En este reparto las iguanas tienen preferencia”, y los autos se detienen mientras ellas cruzan.

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Sin embargo, el crecimiento urbano les ha ido quitando espacio u obligándolas a compartirlo. Eso sucedió en el lugar donde se deposita la basura de la ciudad, el relleno sanitario Las Iguanas, llamado así desde antes de la expropiación de terreno por parte del Cabildo local. “Decidimos no cambiarle el nombre porque la comunidad ya lo reconocía así, por la abundante presencia de la especie en el lugar”, comenta Gustavo Zúñiga, director de Aseo Cantonal, Mercados y Servicios Especiales del Municipio. Pero estas residentes ilustres se han adaptado a los cambios, al ruido y a las miradas de los humanos.

A lo que no se pueden acoplar todavía es a aceptar que donde antes cruzaba un brazo de estero, ahora cruza una calle de alto tránsito, y que los pequeños troncos o la fuerza que usaban para cruzar ya no son necesarios cuando la luz roja del semáforo se enciende y los carros detenidos le abren paso.

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Esta iguana está presente en toda la Costa del país, pero ninguna tan urbana como la guayaquileña, que entre el cemento, asfalto y las áreas verdes continúa sus rituales. Marca territorio, otro motivo por el cual biólogos que la han estudiado presumen que muchas especies navegaron, sobre lechuguines y troncos, desde la isla Santay hasta lo que ahora es el Malecón Simón Bolívar.

Jóvenes ejemplares llegaron a marcar su espacio con un fluido parecido a la saliva que expulsan de su garganta, a lucir sus colores intensos como método de conquista durante la época de apareamiento.

Los machos toman más sol para tener más energía, mover más su cabeza y atraer a la hembra. Ella no se opone y empieza el ciclo reproductivo, en Ecuador, de noviembre a febrero, donde buscan espacios arenosos para depositar los huevos. Algunas madres esperan cerca de la zona, vuelven o se van para siempre, pero si ninguna serpiente, su principal depredador, los encuentra, llegarán a la vida, de color verde brillante, a cumplir su tarea en el ecosistema: convertir las verdes hojas en abono natural, servir de alimento a otras especies, como reptiles más grandes, aves o mamíferos, o a posar como ícono de Guayaquil.