Extraño aquella época en que se usaba el megáfono manual sin batería para ampliar sonidos. El ruido es característico de nuestra decadencia cultural. Se convierte en referencia social: necesito ser bullicioso para exhibir mi importancia. En nombre del llamado full equipo, todo tiene que ser superlativo. Cuando más escándalo haces, más importante eres, de ahí el llamado maxi tuning. Mientras tuneemos nuestro vehículo en su carrocería, el interior de la cabina, el asunto luce inocente: se trata de tener un carro que no se parezca a los del mismo modelo, pero por desgracia la moda insiste en formar conductores con capacidad auditiva de cien mil vatios, capaces de resistir el temblor de los cristales. Los vehículos ostentan escapes teratológicos, rectos gigantescos aptos para lanzar pedorreras, flatulencias estruendosas con tal de no pasar desapercibidos mientras los silenciadores equipan pistolas sofisticadas capaces de matar sin molestar al vecindario. Es grotesco ver a un carrito minúsculo equipado con escape de fórmula uno. Unos conductores estacionan su vehículo con reggaetón a la máxima potencia mientras ni siquiera están escuchando por andar conversando. Para encontrar el lujoso silencio hay que adentrase en el campo lejos de las carreteras.
De repente se escoge el Malecón 2000 para presentaciones estrepitosas (los meses festivos como julio, octubre, diciembre son terribles). Habiendo un sitio cubierto específicamente adecuado para conciertos cerca de Las Peñas, se escoge un lugar donde existe el mayor número de propiedades horizontales para que la máxima cantidad de moradores pueda padecer el cáncer de la estridencia. Advirtieron que el nuevo Malecón se caracterizaría por su cultura pero cayó, quizás por razones comerciales, en una espantosa patanería. Prepara sus macroconciertos superponiendo columnas de altavoces para el regocijo de un público que raras veces pasa de cincuenta o cien personas mientras sufre todo el barrio. Merece una excepción el humano regocijo con el que celebramos el día de Guayaquil o el 31 de diciembre, pues se supone que se trata de un día de euforia o de una noche en la que nadie duerme.
Usamos la bocina para llamar a una persona que vive en un décimo piso hasta que se asome. Padres inconscientes instalan al último vástago frente al timón para que se divierta pitando hasta el delirio. Los almacenes instalan altoparlantes en su puerta, ciertos evangelistas (sé que su iglesia no aprueba esta práctica) hacen su show en cualquier esquina, vociferando hasta quedar roncos, blandiendo la Biblia, condenando al infierno a quienes ofenden a Dios sin tomar en cuenta que el atentado a la paz ajena ya es un grave pecado contra los seres humanos. Hace falta que salgan a la calle representantes de todas las religiones o tendencias políticas con altavoces monstruosos. Los vendedores gritones, los vecinos bulliciosos, los insoportables buses aportan su cuota al escándalo. Intenten usar la bocina en Nueva York o Singapur, verán cómo les llega la multa de 500 dólares. No conozco nada tan gratificante como la paz dominguera durante la temporada playera. Dejemos a los mediocres el escape libre, los equipos de sonido que impresionan a pocos, mas molestan a muchos. El culto al silencio sigue siendo muestra de inteligencia, es “el pudor de los grandes caracteres”, como lo calificaba José Martí.