El jueves, Jorge Ortiz me preguntó si mi enfrentamiento con el poder político no se ha vuelto personal. Le contesté que sí, aunque en mi interior me volví a cuestionar si es adecuado que en público debatamos nuestras motivaciones personales cuando lo que debería importar son nuestras razones.

Si el Gran Insultador, por ejemplo, odia a Guayaquil, a la Universidad Católica donde estudió y a los pelucones; si dijo que hablaba quechua porque ama a los indios y no era cierto ni lo uno ni lo otro; si aseguró que no volvería a Estados Unidos que tanto desprecia y regresó, ¿no son esas conductas suyas las que deberían ocuparnos y no sus afectos y malquerencias?

Para bien o para mal, sin embargo, nuestra sociedad a veces le da más importancia a los sentimientos, así que no pienso rehuir la pregunta. Mi pelea contra la dictadura no solo es cívica, política, ética y moral; desde hace cinco años arrastra, además, un tono personal, luego de que publiqué por esos días un articulito para criticar a un desconocido ministro que luego pisó mil cabezas hasta convertirse en dictador.

Hizo rebuscar en mi vida, mis finanzas, mi entorno y el medio donde trabajo, sin éxito.

Acosaron a mi hermano menor, mis teléfonos están intervenidos, constantemente recibo insultos y amenazas, la radio y la televisión han sido advertidas del riesgo si me dan espacio, los gremios de periodistas también. Y nada.

Me insultan en público, se burlan de mi estatura, de mi nariz y de mi barriga. Un batallón de medios públicos destila veneno en mi contra. Organizan ataques contra el medio donde trabajo. Y nada, el dictador no ha podido vencerme. Los dos artículos por semana que publico en un periódico que ya casi nadie lee (según la versión oficial) han resistido al mayor poder político y mediático que alguna vez existió en Ecuador.

Así que optaron por su último naipe: arrastrarme ilegalmente a la cárcel y a la quiebra.

Con todos estos antecedentes, ¿quieren saber si este es un asunto personal? Por supuesto. Peleo contra la dictadura por razones cívicas, políticas y morales que he expuesto con absoluta claridad. Pero peleo también por los míos. Yo ya viví 57 años y los viví intensamente. De quien debo ocuparme es de ellos, de su estado de salud física y emocional tan atormentado estos días, de cómo sobrevivirán sin mí, de quién pagará los estudios de los chicos y la hipoteca, de cómo hago para que mi hijo mayor siga creyendo en su país y de cómo preparo al más chiquito para cuando los “señores policías” me lleven a un lugar del que solo regresaré cuando él se haya convertido en otra personita que apenas me recordará.

Peleo como periodista pero también, y quizás sobre todo, como ser humano. Y peleo para ganar, consciente del peligro pero convencido también de que las reservas morales del país no han sido liquidadas, y esa será mi fortaleza.

Mis enemigos lo saben porque ellos me arrastraron a esta situación. Que no lo olviden entonces, ni ellos ni sus cómplices. Que no lo olvide el Gran Jefe. Que se mantengan en vigilia con ese pensamiento, siempre.