Cecilia Ansaldo Briones
Lo he dicho y lo repito: los maestros somos, en la actualidad, los que menos enseñamos. Años y años de dedicación y de pronto una película toca ese punto imprevisible del interés de las masas, y un castillo de nociones, datos y saberes, se viene al suelo. Esto vuelve a ocurrir con ese monumento a la tontería y a la espectacularidad que es Furia de titanes. Y si no, que lo discutan los profesores de Historia y Literatura.

La mitología griega sigue siendo una matriz de simbolismos de la que no podemos prescindir. De allí emergen explicaciones para casi todos los fenómenos de la vida planteadas en su visión primigenia y poética. Como buenos herederos de Occidente acuñamos en nuestras expresiones, casi de manera espontánea, múltiples referencias a ese mundo de dioses y héroes en permanente conflicto. Todavía recuerdo intensas horas de clase para adolescentes, todos apasionadamente volcados en esas historias descomunales. La imaginación tejía guirnaldas envolventes. Y una herramienta de apoyo era la versión de la película de 1981, hoy desplazada por ese enlatado 3D que, según los especialistas, satisface a las actuales generaciones.

El remake (¿por qué no diremos simplemente, la nueva versión?) que campea por las salas del mundo, exhibe con prepotencia los signos de hacer cine con mucho dinero: grandes estrellas para papeles reducidos, tecnología por encima de la calidad de actuación, historias universales transgredidas para calzar con identificados perfiles de aceptación general. El fin es conseguir grandes réditos de taquilla sin la menor pretensión de arte. Que el filme y sus gestores consigan fama es una manera de ganancia, en nuestro tiempo.

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Lo grave es la transgresión conceptual que se desprende de esta película. Algunos me dirán que a esta clase de proyecciones no se acude en afán de aprender nada sino solo de entretenimiento. Y tendrían razón, pero el hecho no niega la natural capacidad de aprender que tiene el ser humano. En la mente del receptor todo deja huella, y entre clases mal atendidas y películas deslumbradoras, ya se sabe quién pierde la batalla. En Furia de titanes se plantea una mentirosa concepción de un mundo divino: que sus figuras se liguen a las criaturas humanas por amor, que busquen lazos afectivos con la humanidad, que las oraciones sean el lenguaje de ese vínculo, tan necesitado por los dioses que el mismo Hades –dios de los muertos– emerja de las entrañas de la tierra para colaborar, aunque sea falsamente, con su hermano Zeus por el amor de los hombres.

Este planteamiento es negador de la verticalidad, poderío y predestinación con que la mitología griega concibió su mundo superior, donde los conceptos de destino, muerte y voluntad divina ratificaban una visión trágica de la condición humana. Por eso que pasen los escorpiones gigantes de la película, el monstruo marino con ribetes de animal de Parque Jurásico, el héroe que sin transición pasa de pescador a notable guerrero, pero lo imperdonable es la irradiación de un trasfondo desfigurador de la auténtica fuente de creencias de donde dice brotar. No dejo de sentir un poco de lástima por las opciones de actores tan notables como Liam Neeson (el inolvidable Schindler, el inteligente Kinsey) y Ralph Fiennes (exquisito torturado en El paciente inglés, asesino implacable en El dragón rojo) que cedieron a ponerse coraza brillante y túnica manchada en este bodrio cinematográfico.

Lo pienso aceptando que Hollywood ha dado una nueva lección. Pobres quienes sean convencidos por esas clases.