Son las 03:00 del 27 de febrero. En los exteriores del Centro de Movilización de Guayaquil empieza un ajetreo poco común. Decenas de padres de familia llegan con sus hijos que llevan poco de haber cumplido la mayoría de edad. Los invade la nostalgia, llegan para enlistarse en el servicio militar.

A las 07:30, los 1.358 aspirantes ingresan. Afuera se quedan los padres, abuelos, hermanos y novias. Los que entran ríen, los que quedan atrás lloran.

Algunos salen de la fila: quieren hacer una compra de última hora o van en busca de documentos olvidados. Los primeros llamados de atención de los militares se escuchan: “Den gracias que esto es voluntario, porque si fuera obligatorio, ya hace rato les hubiera dado un guachazo (golpe)”, les dice uno.

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El proceso de selección incluye un momento incómodo: la revisión médica. Deben desnudarse en grupos y algunos intentan oponerse. Un militar les advierte: “Deben quedarse como Dios los mandó al mundo”.

No más protesta. Entrar significa para ellos un primer paso en la búsqueda de un empleo.