Cecilia Ansaldo Briones
En la Fundación EL UNIVERSO hemos cerrado el ciclo de atención a la obra del norteamericano Edgar Allan Poe, con una reflexión entre profesores, amigos y estudiantes, sobre el cultivo del tipo de literatura en el que fue señero, el autor de Boston. La pregunta fundamental que nos hicimos fue por qué nos gustan las narraciones que orientan la recepción hacia emociones que van del miedo al pánico, del leve estremecimiento a la paralización del terror.

El miedo es una sensación primaria. Permitió a los primeros hombres focalizar los puntos de peligro, los elementos de destrucción. Cuando los líderes de los grupos advirtieron que el temor invade y moldea las conductas se dieron maña para “administrar” esa reacción y sacarle provecho. Así nacieron los medios de dominación, los discursos provocadores, las mitologías y los infiernos.

Pero la fuente fundamental de los miedos reside en el hecho natural de morir. En lo que va de la historia humana, las respuestas de la fe, las explicaciones trascendentalistas no parecerían bastar para enfrentar el fin de la vida.
 Porque la actitud de desconcierto, la resistencia a fenecer, el dolor de dejar de estar vivos, están coronados por el temor a eso desconocido que se perfila como posibilidad.

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Visto como una señal de pasos cuidadosos, el miedo es una sensación aleccionadora. Nos enseña a huir del peligro, a prevenir situaciones de riesgo. ¿Acaso los ecuatorianos, heridos por la delincuencia tan repetidamente, no hemos creado costumbres nuevas sobre dónde caminar, a qué hora, cómo y dónde tomar un taxi? Me apeno cuando reparo en que el abordaje en la calle de una persona que requiere de cualquier indicación, es tomado con desconfianza. ¿Nos echará al rostro el polvo que nos robe la voluntad? ¿Nos tratará de envolver con la verborrea del estafador?

Los maestros que inducen la lectura de autores como Poe, Hoffmann, Lovecraft, saben que tienen en el cine de terror el gran rival en el gusto de los jóvenes. Estamos invadidos de películas que bombardean la psiquis del espectador con toda la gama de hechos terroríficos: desde los de la amenaza real –ladrones, asesinos, violadores–, hasta con los que han imaginado cómo serían los cadáveres resucitados, los fantasmas del más allá, las fuerzas del demonio. Y como las imágenes resultan más atractivas que las palabras por su poder de seducción y consumo pasivo, son incontables los asistentes a las proyecciones.

“¿Por qué pagar para que nos asusten?”, cuestionan los mayores, distanciados del placer del zarandeo emocional, de la hiperactivación de las sensaciones que permiten esas películas. Precisamente eso es lo que se busca para romper la rutina de la vida. El verdadero arte –sea literario o cinematográfico– persigue, en cambio, que la creación de una atmósfera, el lento tejido de una trama en los receptores vayan quedando prendidos. Con la inteligencia de los recursos, en la medida que los pensemos, vamos descubriendo que el principal elemento terrorífico reside en el alma humana.

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Que cuando la circunstancia lo catapulta, cualquiera de nosotros es capaz de infligir daño y causar muerte. El mal reside, principalmente, en el hombre.