Jaime Rumbea D.

Hace unos días desperté tras un sueño en el que conversaba con el Presidente Correa. Fue curioso, particularmente porque a diferencia de la imagen que trasciende de su estilo para relacionarse con las personas, vertical, unívoco y autoritario, en el sueño parecía (?) más bien una persona razonable, pero estrepitosamente aturdida por la presión de su entorno.

Con exigente autocrítica, en mi sueño lamentaba el Presidente su incapacidad para lograr que el Ejecutivo, ahora extensivo también a las funciones Legislativa y Judicial, no funcione a su gusto. Como nuestra conversación no pudo escapar de la inevitable intrascendencia del campo onírico, opté por transcribir en breve algunas de las reflexiones con que quise abonar al esfuerzo de este triste personaje.

Afirmé al Presidente que es penosa la forma en que el Gobierno ha sacrificado su gran capacidad para generar legitimidad política en mediocres logros de administración pública.  Ignorando todas las buenas prácticas en materia de liderazgo y de administración, el equipo nacional que el Presidente encabeza trabaja bajo desincentivos. ¿Qué impide al Gobierno ser tan eficiente en administración pública como parece serlo en estrategia política?

Mis sugerencias proponían la necesidad de identificar los incentivos necesarios para que el equipo gubernamental pudiera lograr las metas fijadas: como decía un querido amigo, la vida no es nada más allá de lo que mueve al corazoncito de cada uno de nosotros, sea lo que esto sea. Así, Correa no es nadie más allá de sus grandes promesas y sus anhelos de desarrollo y de equidad, respetables y deseables, pero nadie mientras no los logre cumplir.

Enumeré algunas ideas que pueden servir a que no este, sino todos los gobiernos del Ecuador logren salir del círculo vicioso que resulta de un aparato administrativo torpe e ineficiente, retroalimentado inercialmente por sus protagonistas mientras su cálculo de costo y beneficio no los motive a rectificar. ¿Por qué no incentivar a los funcionarios públicos a ser actores de su propia reinvención? Apuesto a que toda la burocracia dorada tiene un precio –decía al Presidente– a cambio del que está dispuesto a trabajar, trabajar realmente. Apuesto que por cada funcionario hay un paquete de incentivos que puede derivar en un cambio real a favor del país. Mi hipótesis va en el sentido de que es más económico identificar y pagar esos incentivos que seguir asumiendo el costo de la ineficiencia.

Solo como ejemplo, insistí en una vieja idea según la cual, en contratación pública es necesario desmitificar y transparentar las relaciones profesionales y económicas que marcan la pauta del gasto público. Es imperativo el reconocimiento de que la corrupción es solo aquello que los ciudadanos consideramos como tal, y es tan amplia o tan limitada como lo dicten las normas al excluir esto y lo otro de la legalidad. Para los cargos de responsabilidad, ¿qué hay de la posibilidad de que sean medidos y remunerados contra resultados? Tiempo de ejecución, calidad, ahorro para el Estado. ¿No es tiempo ya en el siglo XXI de pensar en una administración pública competitiva que desmitifique y formalice los comportamientos que, producto del arbitrio de un legislador no siempre informado, se han convenido llamar corrupción?