Para Rafael Correa el jueves comenzó con las denuncias de su hermano Fabricio –en los noticiarios de la mañana– de que el presidente de la República sí sabía de la corrupción en el Ministerio de Obras Públicas, y de que sus más cercanos colaboradores se están comprando “casotototas” y “autotototes”. El día anterior, miles de trabajadores y estudiantes que coparon la Plaza Grande le gritaron al Primer Mandatario de todo, y en la noche un maestro del Oriente cayó asesinado. Por si fuese poco, ese mismo jueves el paro de la UNE se radicalizó y las encuestas confirmaron que la credibilidad de Correa se desmorona.

Era casi inevitable, en medio de semejante caos social, que hacia el mediodía el Presidente se derrumbase. Se tuvo que tragar su orgullo y rogarles a los indios que dialoguen. Los llamó “hermanos”, dejando atrás lo de “indios pelucones”. Se portó como un manso corderito.

Yo, en cambio, el jueves me fui a la Plaza del Centenario en Guayaquil para respaldar a los maestros que quieren impedir que casi 3.000 de sus compañeros acaben en el desempleo por haberse negado a una prueba para la que no se les ofreció garantías de imparcialidad.

Iba optimista. Los millones que creyeron en el correísmo comienzan por fin a abrir los ojos, me decía. Tenía motivos personales, además, para sentirme animado. Hace tres semanas, acatando una orden de Correa, Camilo Samán inició los trámites para demandarme. Pero luego todo quedó allí; el trámite no continuó, así que me sentía aliviado. Para mi mala suerte, sin embargo,  colegas de Gamavisión me filmaron y Correa y Samán se enteraron. Ese mismo día, en la tarde, los abogados de Alianza PAIS concurrieron a dos juzgados  a acusarme de injurias y daño moral. Si mi mala suerte continúa, en los próximos meses acabaré insolvente y tras las rejas.

Lo primero que hay que establecer es que no me enfrento a Samán sino a Correa. Como por ahora el Presidente no puede darles palo a los indios, algún gil –en este caso yo– deberá servirle para descargar su rabia. Para que vean, los lobos disfrazados de mansos corderitos también muerden.

Así que aquí me tienen, calculando si huyo al extranjero o me quedo. Alguien me sugirió que me largue a Honduras y que  declare que es un buen lugar para morir; pero que al Oriente no vaya, porque ni Correa se asoma por esas tierras. Ese sí que debe ser un mal lugar para morir y por eso el Presidente dejó que muera otro.

Un amigo me preguntó: “¿Y para qué vas a las protestas, Emilio? La crítica al Gobierno debes hacerla desde tu profesión”.

Quizás tenga razón. Quizás los periodistas deberíamos recomendarles a los banqueros, a los indios y a los empresarios que defiendan la democracia y la libertad de expresión, pero opinando desde nuestras cómodas oficinas, con aire acondicionado y tomándonos un cafecito. Que   suden otros.

Si es así, me equivoqué de profesión. No comprendo cómo podría separar las palabras de las acciones. Admito que no soy valiente; si huyo, no se sorprendan. Pero tengo que dejarlo establecido: jamás le diré a ningún ciudadano lo que en mi opinión deberíamos hacer sin luego acompañarlo.