Soy náufrago perdido en un siglo donde brotan violencia, urgencia hedonista,  fiebre de consumismo, deseo de ser lo que los demás quieren que seamos. En mi columna evito hablar de lo que acontece pues muchos se encargan de ello, lo hacen mejor que yo. Me refugio en el humanismo, comparto el mundo interior, no intento ocultar mis errores, promuevo  valores en los que creo, poco me importa estar  pasado de moda, busco al posible Dios con apasionado fervor, de ateo no tengo nada, vivo la eternidad del instante, la intensidad del momento. Mis cinco sentidos están en alerta, saboreo, cato todo como lo hacen los niños, paladeo la vida, intento llegar con ternura a esta capa del ser, delicada, sublime, a la que llamo piel del alma.

El amor es tabla de salvación, razón de vivir, principio de todos los valores. Creo en aquel agujero que trastorna cuando nos enamoramos, sin que importe que seamos políticos, sacerdotes, hombres, mujeres, santos, pillos, pandilleros. El amor es virus, el más amable de todos, no sabe de raza, colores, edad, condición social. Los príncipes enamorados de plebeyas ya no viven del cuento. Jorge Luis Borges, totalmente ciego, provocó el amor apasionado de María Kodama, 31 años más joven que él. Lo esencial es invisible para los ojos. Lo dijo el zorrito a mi amigo El Principito.

Aquella repentina opresión, corazón acelerado, sangre fluyendo rápido, sudor, pudor, temor, necesidad absoluta de compartirlo todo: he aquí los síntomas comunes que acompañan la llegada de la fiebre amorosa. Safo de Lesbos la retrató en inmortales versos: “Ego de mona katéudo” (yo sola en mi lecho). La misma Safo describió con acierto la transformación física que acompaña el enamoramiento, la herida que causa la flecha: “Experimento tumulto en mi pecho. De solo mirarte mi voz tiembla, mi lengua desfallece, de inmediato un ligero fuego corre por mis miembros, mis ojos enceguecen, mis oídos retumban, brota el sudor, un temblor me acosa, empalidezco más que la hierba y a punto estoy de morir”. En el siglo XXI hablamos de mariposas que aletean en el estómago, canguil crepitando en el corazón, acaso no lo escribió también Santa Teresa de Ávila: “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero”. Dina Bellrham escribió: “Quisiera tenerte en mi vientre como un feto”: sensación de solazarnos en piscina de amor caliente o suspendidos por un hilo encima del abismo, desafiando a la misma muerte. Me lo recuerda Jaime Sabines: “¿En qué lugar, en dónde, a qué deshoras me dirás que te amo? Esto es urgente, porque la eternidad se nos acaba. En silencio nos vamos llenando el uno del otro. Pienso que soy tu esposo y que me engañas conmigo, muero de ti y de mí, muero de ambos.

Me aprendo en ti más que en mí mismo”. Amar es buscar nuestra felicidad en la de los demás. Cuando amamos debería ser para siempre. La eternidad existe aunque dure solo el tiempo de una vida. “Más vale vida corta e intensa que cien años tibios o mediocres”. Lo dijo Modigliani.