Es martes, hace calor y el sol de la mañana obliga a los pobladores de la fría ciudad de Cañar, ubicada a 3.000 m sobre el nivel del mar, a buscar abrigo, aunque dejen las labores diarias. Así lo hace Bertha Torres, ama de casa, que se sienta al borde del jardín de su vivienda.

Su casa, una estructura nueva de dos pisos, de ladrillo y cemento, con columnas blancas de formas cilíndricas y paredes rosadas, reemplaza a lo que algún día fue una choza de adobe y tejas. La terminó de construir el año pasado, ocho años después de que su esposo Walter Rocano, de 57 años, pagó la deuda a un coyote que lo llevó a Estados Unidos y empezó a enviar dinero para cumplir el sueño de tener casa propia.

Hace una década Rocano vendió la camioneta de alquiler que le permitía mantener a su esposa y cinco hijos. Le obsesionaba la idea de que en EE.UU había trabajo para todos y que con un poco de esfuerzo y el sacrificio familiar se conseguía todo lo que se pueda soñar. Eso es lo que recuerda su esposa.

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Esos recuerdos que eran hermosos, dice Torres, hoy se vuelven amargos porque el dinero que sus cuatro hijos varones ganan cuando encuentran trabajo como albañiles, carpinteros o agricultores, alcanza solo para el día.
Ellos, que antes frustraron el sueño de ser bachilleres por falta de dinero, hoy lamentan no tener la plata  para emigrar como lo hizo su papá.

Hoy, el único sueño de Wilson, de 28 años; Marcelo, de 24; Cristian, de 22 y Luis, de 18, es que su última hermana Eulalia, de 14, termine el colegio y estudie medicina. Pero su mamá enojada repite que eso será difícil si su padre no consigue trabajo y regresa al Ecuador.

“Imagínese qué trabajo encontrará aquí, si ni mis hijos que son jóvenes encuentran algo seguro y hay meses enteros que no tienen”, lamenta, mientras alimenta a un cerdo que pretende vender.

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También lamenta que el sector de la entrada a Chaglabán, donde reside, se designara como zona urbana por la Municipalidad de Cañar, porque esto le impide criar gallinas, cuyes y cerdos, que antes vendía y eran parte de sus ingresos.

Al sector, al que hasta hace un par de años se llegaba por un camino de tierra y estaba rodeado de chozas de barro y parcelas de papas, maíz, hortalizas y verduras; hoy se accede por una vía adoquinada, donde las viviendas de hasta cinco pisos se imponen con estilos diferentes en este cantón con población indígena en su mayoría.

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“Algunos tienen más de 20 años en Nueva York, de allá mandan los modelos de las casas que quieren. Mi esposo mandó una foto de una casa que le gustó en Nueva Jersey y aquí le construimos igualita”, dice.

Los pobladores del sector debieron sacrificar sus parcelas para que la administración construya obras básicas. Persisten algunos terrenos con cultivos, pero en la mayoría hay letreros que anuncian la venta. Uno de esos le pertenece a Torres y a su familia, que estuvo dispuesta a venderlo en $ 15 mil para enviar el dinero a su esposo, pero desistió ya que este halló un trabajo de medio tiempo que le permite pagar la renta y la comida. No obstante, ella mantiene el letrero, “por si acaso la cosa se agrave”.

La forma de ganar dinero para enviar a los emigrantes empieza a convertirse en la realidad de los hogares australes.

Paúl Palomeque, miembro de una consultora especializada en legalización de tierras, asegura que desde noviembre del 2008 los trámites de minutas de viviendas y terrenos decrecieron. Antes se legalizaba entre 12 y 15  por mes en su oficina; pero ahora solo registra de 2 a 4.

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Otra tendencia es la venta de herencias. En lo que va del año, Palomeque registró siete casos, en que los hermanos, todos residentes en EE.UU o en España, entregaron un poder judicial a un familiar de segundo grado para que negocie casas o tierras y el producto de la venta lo envíen al exterior.

En Cuenca, ocurre lo mismo. Rosario León,  sobrevive, entre otras cosas, de la administración de casas de sus familiares que emigraron hace más de 30 años. Se encargó de la construcción de las casas de tres tíos y de la compra y venta de inmuebles y terrenos de otros parientes.

“Las primeras casas que hice se terminaron en dos años, pese a que son grandes. Es que era fácil conseguir mano de obra y sobre todo dinero, llegaba cada mes para pagar los materiales y todo lo que hacía falta”, dice.

Pero la última que vigiló, duró casi una década y terminó de construirse este año. Para ello, su tía Inés Peralta le pidió que vendiera la casa en la que vivía antes de emigrar, en el sector del mercado 12 de Abril.

“Nadie quiso pagar lo que valía, perdimos más de $ 10 mil, pero gracias a eso terminamos esta casa”, señalan frente a la puerta de la vivienda de tres pisos, hoy rentada a dos familias. El dinero del alquiler lo envía cada mes a los EE.UU.

También su hermana Lucía, con 20 años en Nueva York, vendió hace unas semanas su casa en el barrio Capulispamba para pagar una deuda.

Una prima de León, que emigró hace 15 años, le pidió a esta vender la mitad de un terreno en el mismo barrio, para empezar a construir una casa, que según la encargada será de una sola planta. “Lo que mi prima gana con su esposo le alcanza con las justas para mantener a sus cuatro hijos”, indica.

León dice que su prima pensaba que nunca regresaría al Ecuador porque tiene la visa de residencia de EE.UU. “y eso era antes una garantía de trabajo”. Pero con la crisis mundial sus parientes creen que es bueno tener un lugar adonde volver.

Depreciación
Paúl Palomeque, miembro de una consultora especializada en legalización de tierras, dice que la venta de inmuebles y terrenos de los emigrantes se realiza sin que haya compradores que paguen el precio que invirtieron sus familias con las remesas.

En venta
En el Austro existen inmuebles de siete pisos con terrazas, sin terminar y con anuncios de venta.