ARGENTINA

En todos los aeropuertos latinoamericanos hay una monjita. A veces dos, o más todavía. En el de Buenos Aires, además, siempre hay un rabino. Bueno, yo les digo rabino, con respeto y admiración, a los judíos de traje negro y sombrero, y ya sé que son lubavitch. Pero ni las monjitas ni los lubavitches se salvaron esta vez de la gripe porcina, AH1N1, o como mismo se llame, que ya no lo sé. Es la gripe que se nos pegó del chancho y justo en algún lugar de México, pero por estricta casualidad. Enseguida y por pura demagogia unos castigaron a México –que no tenía nada que ver– y otros a los cerdos, que también son inocentes.

Ya se ve que llevo unas semanas de aviones y aeropuertos y que la cosa está pesada, muy pesada. Las hermosas azafatas de mostrador se han vuelto cirujanas, con barbijo y guantes y un bolígrafo para extraer apéndices y cambiar válvulas del corazón de los pasajeros. Los changarines y plastificadores de maletas se convirtieron en bandidos asaltantes de diligencias del Lejano Oeste. En la Argentina, para mantener el estilo nacional, casi ningún empleado del aeropuerto tiene puesto el barbijo: lo llevan en el cuello, como usan el casco los motoqueros nacionales, ensartado por la visera en el brazo en lugar de la cabeza. Y ponen cara de “¡lo que tenemos que aguantar!”. Ya me enteré que los barbijos duran apenas cuatro horas y que después contagian hasta el sida.

Antes había que rellenar un par de formularios de esos en los que hay que encajar el nombre en cuatro casilleros y el sexo en diecisiete. Tan estúpidos que algunos preguntan si uno piensa atentar contra el vicepresidente de la nación o si trae un oso polar entre sus pertenencias. Y resulta que ahora han sumado otro en el que hay que consignar meticulosamente si le duelen los ojos, si se siente cansado y sin ganas, si ha sentido escalofríos adentro de los huesos y si se ha estado besando con extraños. Más: preguntan en qué asiento viajó y el número de celular, por las dudas haya que guardarlo en cuarentena en la Isla de los Estados.

La gripe porcina ha complicado los viajes, pero no tanto como la estupidez colectiva. Es que resulta que esta influenza ha conseguido exacerbar la histeria generalizada de los habitantes de los aeropuertos, de los comunicólogos estupidizados y de los imbéciles consuetudinarios. Ahora sabemos que lo que se dice gripe –sin adjetivos ni nacionalidades– mata a 36.000 norteamericanos por año: imagínese el lector cuántos chinos de la China o indios de la India mueren por una gripe cualquiera, la de todos los años, la que nos toca como si nada y que algunos pasan sin más curas que unas dosis medianas de paracetamol.

“Esta gripe durará lo que dure en los informativos” leí de ojito en la contraportada de La Vanguardia en el aeropuerto de Barcelona. Dice el doctor entrevistado –un tal Amiguet– que esta gripe es más benigna de lo que imaginaba en un principio, que está resultando suave, poco contagiosa y poco peligrosa. Los cientos de miles de muertos anuales por gripe no merecen ni un segundo de televisión ni un titular de periódico, ni siquiera en internet; pero esta, justo esta, merece que nos alarmen por la televisión los presidentes, reyes y los primer ministros. Y termina pidiendo que utilicemos el circuito neuronal de la razón y el sentido común humanos y que bloqueemos el centro neuronal del miedo que compartimos con los animales.
¿Habrá algún negocio detrás de la gripe? Seguro, pero no pensemos que son los fabricantes de barbijos o los laboratorios: esos aprovechan la volada como los vendedores de paraguas bailan cuando llueve. El negocio de la gripe no es la medicina sino la anestesia, pero la anestesia colectiva, la que duerme al pueblo. Si hay un tema en la agenda informativa que tapa los escándalos y la corrupción, hay que inflarlo como un globo aerostático.
Desde entonces sospecho de los políticos y los funcionarios que hablan mucho de la gripe porcina.