Dicen en Blak Mama que “en el armario hay piezas que nos quieren sobrellevar”, y escudándose en la literalidad de esta frase, se podría decir que esas piezas se tomaron la paródica alfombra roja de su lanzamiento. Ese hecho en sí es un primer efecto de esta extraordinaria película que se percibía –aun antes de ser mostrada públicamente– como la expedición de una visa para abrazar el absurdo, para liberarse de convenciones mojigatas y códigos sociales, fue el permiso para abrir el armario y leer “USA-ME” en las prendas más estrambóticas, psicodélicas o rimbombantes.

Era la oportunidad de travestirse, transfigurarse o trasladarse al mundo de los sueños de lo que se quisiera ser; como les pasaba en sus sueños a Blak, I Don Dance y Bámbola, los tres recicladores de papel que protagonizan la historia.

Con cada ritual en el que estos protagonistas formaban parte, ellos ya no eran los mismos... pero no lo sabían, pues se despojaban automáticamente de lo que acababan de ser en la alegórica sustitución de sus trajes. Esas simbólicas y embrolladoras vestimentas son la exaltación tangible de los antihéroes que estos personajes llevaban dentro, la evidencia de los estereotipos creados y quebrados a lo largo del relato, el largo dedo índice que se clava en la llaga de lo sagrado, de lo histórico y de lo moral, haciendo del vestuario uno de los componentes visuales más llamativos y trascendentales de la película.

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Triángulos amorosos, emociones, egos, flirteos y fisfilleteos desfilaron revestidos de un “glamour kitsch” por la alfombra roja de Blak Mama, en el Ochoymedio en Quito. Es que el fantástico viaje iniciático de esta película solo podía ser flanqueado por un estreno que –como al inicio de la cinta– exhibiera estrellas y constelaciones en pleno brillo suspendidas en un universo surreal, es decir, bastante parecido a cualquier estreno hollywoodense pero ponderándose conscientemente de su banalidad. Este evento no era burla, era hipérbole.

En el ritual único de esta alfombra roja los invitados más atentos usaron el vestuario y el histrionismo como el pasaje a ser parte de esta ficción, a ser una extensión performática de la parafernalia barroca y los fetiches que Blak Mama envuelve, transformándose por esa noche, en la que no existían juicios, con el uso de elementos cliché –que mantienen alguna mística seductora–: vestidos y sacos extravagantes, abrigos de felpa, plumas de colores, gafas oscuras, zapatos de la corte francesa y peinados artificiosos, que se reforzaban con la actitud que cada personalidad soltaba en sus cinco minutos de fama ante el ataque de los paparazzi y los entrevistadores blof.

Blak Mama se construye con un oscuro humor desde la desmitificación de los símbolos y las tradiciones ecuatorianas, removiendo los cimientos de una imaginada identidad con el afán de cuestionar en realidad quiénes somos.

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A partir de un controvertido orgullo de lo nacional, la película insinúa con ironía el valor que se le da a lo estadounidense y lo europeo, y se vale en su lanzamiento de reírse de sí misma al usar una de las más superficiales “contribuciones” sociales de esas culturas, que al presumir de una supuesta sofisticación solo hace evidentes las vanidades más primitivas del hombre.

Y qué importa, si después todos los cuerpos se desvanecen… al final, como reza una narración de la película, “solo queda un vestido, unos zapatos, una corbata que nos dicen: alguna vez estuviste aquí”.