Lo llamaron “Obispo de los Indios”, inicialmente como un insulto.  Luego ese nombre identificó  su actividad pastoral, dedicada a defender y ayudar a los indígenas  ecuatorianos, en especial a los de Chimborazo.  Hoy se cumplen 20 años de su muerte.

Antes de morir, monseñor Leonidas Proaño se recostó delicadamente en su cama a las tres de la madrugada del 31 de agosto, hace exactamente 20 años.

En su velador tenía dos libros, el Evangelio y Atahualpa, del escritor Benjamín Carrión. Dios y los indígenas marcaron los 78 años de vida del más grande reivindicador del indigenado quichua, al que no solo evangelizó y alfabetizó durante su sacerdocio, sino que también “le enseñó a pensar por sí mismo, iluminado por el Evangelio”.

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El “Obispo de los Indios” como le llamaban, nació el 29 de enero de 1910 en la parroquia San Antonio de Ibarra. Fue hijo de padres tejedores de sombreros de paja toquilla, a quienes ayudó desde niño.

“Supe, como todos los pobres, lo que es padecer de necesidad y de hambre. Pero aprendí también a soportar privaciones sin quejas ni envidias”, dice su autobiografía.

Desde niño también nació su amor por los indígenas, de tanto ver el aprecio con que sus padres los trataban, el mismo cariño con el que llegó en 1954 a ejercer como obispo de la Diócesis de Riobamba hasta 1985.

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En ese lapso luchó contra la explotación de los terratenientes, se adelantó a la reforma agraria y entregó tierras de la Iglesia a los indígenas, inició el proyecto de Escuelas Radiofónicas Populares (ERPE) bajo el lema Educar es Liberar, dictó cursos de alfabetización y aritmética en quichua y español, y construyó en tierras de la Iglesia centros para la capacitación técnica de los indígenas.

También formó equipos de misioneros en América Latina y poco a poco consagró su liderazgo internacional, algo que le hizo ganar enemigos que incluso llegaron a decir que era comunista, que armaba guerrillas urbanas y que fabricaba bombas.

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De raza mestiza, estatura mediana, rostro canela, ojos pequeños, manos encallecidas y sonrisa fácil, Leonidas Proaño defendía una Iglesia construida desde la comunidad.

Después de su retiro, en 1985, recibió múltiples reconocimientos, entre ellos dos doctorados honoris causa (de la Escuela Politécnica de Chimborazo y de la Nacional), el Premio Bruno Kreisky en Viena, Austria, y la nominación a Premio Nobel de la Paz en 1986.

Tras su muerte, en 1988, se le rindió homenaje con la ejecución de la más grande campaña de alfabetización que ha tenido el país, con 300 mil alfabetizandos y unos 70 mil educadores.

Antes de morir pidió que lo vistieran con el poncho indio que solía usar aquel que un día escribió “Tú te vas, pero quedan los árboles que sembraste”.

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