Ya en funciones, su primer acto fue considerarse de plenos poderes, con omnipotencia tal que violaron sin tapujos su Estatuto para dedicarse a expedir leyes y mandatos. Eran tiempos de luna de miel con el electorado y la supuesta legitimidad los protegía. La expresión “precio político” era vista como no aplicable.

Luego vimos reaparecer a la famosa dictadura del voto. Las criticadas “aplanadoras” de ayer se convirtieron en el “normal ejercicio del principio democrático donde las mayorías deben imponerse” y las estrictas disciplinas partidistas que antes se consideraban una negación al debate interno, ahora eran aplicadas sin quejas. Hoy se designan obedientemente, sin ternas ni debates, a los funcionarios que el Ejecutivo propone, lo que antes los hubiera horrorizado, así como satanizaban a los celulares que ellos no han dejado de usar cotidianamente.

Otros manifestaron que no claudicarían en temas donde su convicción personal no coincidiese con la postura de su bloque, pero guardaron un silencio cómplice en temas como, por ejemplo, la garantía de la vida desde la concepción, cuando sus coidearios pretendieron banalizarlos al catalogarlos como “no trascendentales” mientras sí se consideraban prioritarios temas como la obligatoriedad del placer sexual o cambios en los símbolos patrios. Catalogaron como “fundamentalismos” las convicciones de otros, pero de “patriotas” a sus propias posturas irrenunciables.

La alegación de que el proceso de debate nacional generado por la Asamblea no ha tenido antecedentes es innegable, como innegable es también la inutilidad de un debate que no produce efectos concretos en una mayoría que termina imponiendo sus ideas preestablecidas. Decía el ex vicepresidente norteamericano Hubert H. Humphrey que “el derecho a ser escuchado no incluye necesariamente el derecho a ser tomado en serio”, mientras Pablo Lucio-Paredes ha denunciado que no hay casos concretos en los cuales el bloque oficialista haya aceptado propuestas, ya sea de asambleístas o de los cientos de grupos que han pasado por Montecristi, que vayan en contra de sus esquemas, desvirtuando la cándida aseveración de que han sido excesivamente democráticos.

Hoy los apremia el tiempo y lamentablemente, lejos de hacer una autocrítica, han buscado la vieja excusa de culpar a terceros: la oposición (¿cuál?) los medios de comunicación, etcétera. Ahora sí les preocupa el precio político, se apegan fielmente al Estatuto, ya no alegan legitimidad y los plenos poderes ya no son tales.

Esperaremos los resultados de la Constitución, que será terminada a la ecuatoriana: a empellones y a última hora, para analizar su contenido. Sin embargo, flota en el ambiente la sensación de que se está perdiendo la oportunidad de oro para demostrarnos que las cosas sí se podían hacer conforme a lo ofrecido. Que la Patria os demande, les dicen a los deportistas.